SIMPLEMENTE ”COCO”
Nadie me había dicho nada acerca de él. Tampoco yo tenía edad, ni juicio, para entender cual era la sombra que cubría su peculiar diferencia; no hacía falta porque se trataba de mi amigo. Simplemente “Coco”. Sin escondites ni trampas que sortear para vivir en su limitado mundo feliz, ¿o tal vez infeliz? Jamás lo sabré…
A pesar de que mi edad era inferior a la suya, parecía mayor que él, y no precisamente en estatura pues “Coco” a diferencia mía era corpulento y fuerte. Cuando nos conocimos mi edad rondaría los seis años y la de él la ignoro; tal vez unos cinco años por encima de mí. Sabía que era mayor, como mi hermano, pero se comportaba como si ambos tuviésemos igual edad.
Jugábamos, reíamos y saltábamos: él daba pequeños brincos sin lograr saltar con las dos piernas a la vez, algo que a mí se me daba de maravilla y que era motivo de orgullo. “Coco” era bastante torpe; sus movimientos faltos de coordinación le hacían tropezar con lo primero que se pusiera por delante. Corríamos –dentro de un pequeño recinto- y nos enfadábamos a menudo limitados por nuestras escasas normas lúdicas, libres de ejecución la mayoría de las veces. Pero quien se enfadaba frecuentemente era “Coco”, tal vez en exceso, doliéndome sobremanera que se mostrase así. No me gustaban los aires dominantes que ejercía conmigo pretendiendo que siguiese sus acatos, y ajena a su especial forma de comportarse, asumía órdenes sin más preámbulos. “Coco” reía sin cesar ante cualquier estímulo, siendo ese signo una alarma de que algo no funcionaba demasiado bien entre nosotros, y más si comparaba sus juegos con los que compartía con mis hermanos. Él quería jugar pero en realidad no sabía cómo conseguir que yo me sintiera partícipe de sus “aventuras”.
Dentro de mi conforme inocencia perdonaba sus “juegos” para prolongar el estar a su lado –le adoraba-, a sabiendas de que sin motivo aparente “Coco” retomaba sin premuras un nuevo enfado como pauta a seguir.
Me quería, y mucho, lo sé, y le gustaba tenerme muy cerca de él, hecho que se manifestaba cuando me veía: un recibimiento apoteósico adornado de besos y más besos, apretones de manos y disimulados pellizcos en los brazos que proclamaban su incontrolada emoción. Su desmesurada fuerza en esos abrazos me generaba miedo, intentándolos esquivar cuando los veía venir. Me besaba y abrazaba constantemente, y si veía en mi cara un gesto de desagrado me acariciaba las mejillas complacientemente, lo que provocaba en mí una ternura inmensa por él. Era un amor, salvo cuando mi entendimiento no lograba captar el porqué de los cambios repentinos de su carácter: de sentirme a gusto con él pasaba a quererme alejar de su lado. Enfados y mimos aparecían en escena arbitrariamente sin aviso alguno.
Mi abuela vivía en un hogar pequeño: en la planta inferior de un chalet en el que la familia de “Coco” ocupaba la planta superior. Era una especie de “casita de muñecas” que al entrar en ella se percibía un olor especial, “el de la abuela”; un aroma específico y característico de su presencia.
Me gustaba ir a pasar el día cuando ella me llamaba proponiéndome una rica comida provista de cariño, ensalada y tortilla de patata. Antes de comenzar con los preparativos de la comida, acompañaba a mi abuela a una diminuta, y especial, tienda de ultramarinos -de las de antes, de las que ya no quedan apenas-, próxima a su casa, para comprar el pan y algún que otro capricho que me apeteciera. No hacía falta, solo entrar ahí era suficiente para saber que el día iba a dar pleno en la diana del disfrute. Una bolsa con una “pistola” –la barra de pan- y unos refrescos presagiaba una deliciosa velada familiar.
Y el tiempo pasó para “Coco” y para mí. Fuimos creciendo al amparo de la luz y las sombras de nuestros juegos, hasta que llegó un momento en el que percibí cómo mi mentalidad avanzaba por delante de la suya ganándole puestos rápidamente. La mente de “Coco” fue haciéndose perezosa mientras que la mía maduraba hábilmente. Notaba cómo mi cuerpo se desarrollaba al tiempo que la vida iba aproximándose al entendimiento lógico de las cosas que ocurrían a mí alrededor, pero “Coco” vivía ajeno a todo ello. Me fui haciendo mayor, él pequeño…
Nos fuimos alejando empujados por los años; ya no podíamos compartir nuestro espacio lúdico porque había un abismo que nos alejaba. Ya no le dejaba que se enfadase tanto conmigo, que me mandase, y a él no le gustaban nada mis “normas”, con las que tenía que transigir si quería estar conmigo: tranquilidad, sosiego y turnos respetados. “Coco” no las concibió jamás porque no había ninguna pauta que entender desde su mentalidad: solo quería jugar evitando mediar palabras que nos hacían perder el tiempo. Para nuestra comunicación utilizábamos frases cortas y repetidas. Nuestros reiterados enfados, una falta de entendimiento por ambas partes y una distancia física, puso tierra de por medio en nuestra relación.
Jamás aparté mi cariño del suyo y siempre en mi corazón llevé su caluroso afecto. Las circunstancias que teje la vida hicieron que la abuela abandonase su casa y que yo me alejara, físicamente, de “Coco”, pero sabía que esa amistad iba a reposar en el filtro de mis recuerdos para guardar su esencia indefinidamente, permaneciendo intacta, clara y limpia. “Coco” era un amigo especial, como especial fue mi relación con él.
Y la vida continuó tejiendo sus entramados caminos situándome en un mundo próximo al que viví con “Coco”, un lugar en el que personas con una determinada discapacidad física o psíquica lo llenaban por completo, y cuando tenía la oportunidad de acercarme a niños, o adultos, con la “peculiaridad” de “Coco”, una sensación de bienestar me inundaba trasladándome a sensaciones intensas vividas en mi infancia. Mi vocación como Terapeuta fue condicionada por la magia que me transmitió la forma de ser de “Coco”, marcando firmemente mi manera de sentir y de expresarme ante personas con algún tipo de discapacidad con esa transparencia que “Coco” me enseñó en los días de juegos y risas infantiles. Todo un experto en aproximarse a las personas sin tener que sortear los obstáculos de la vergüenza o del temor; su natural forma de ser era libre de decidir con quien querer estar.
No hacía falta decir nada, ni tan siquiera preguntar por qué era de esa manera tan peculiar. Era “simplemente Coco”.
Los años confirmaron mis dudas. A “Coco” le acompaño, desde el inicio de sus días, una discapacidad psiquica genética que le hizo ser alguien grande para mí…Un Síndrome de Down –un trastorno genético que se apoderó de su vida cuando sus ojos aún no habían visto la luz del sol- era el carnet de identidad que llevaba guardado en un bolsillo de su personalidad y quien le iba a proporcionar un especial modo de vida.
Y mientras mis años se adaptaban a la lógica evolución del tiempo, y “Coco” se aislaba de una vida que no le permitía crecer, me casé. Después nacieron mis dos hijos, y en esas noches en que los sueños se esconden huidizos para dejar paso a las dichosas pesadillas, les contaba la hermosa historia vivida con “Coco”, un cuento mágico con la tierna fabula de la amistad.
Recuerdo que un día, arropada por la nostalgia, pasé por delante de la que fue la casa de la abuela. Todo seguía igual. Me paré frente a la cancela y miré todos los detalles que mi memoria no había perdido en el olvido, y recordando me trasladé a instantes que compartí con mi amigo “Coco”, sintiendo con ellos la pena de la lejanía.
Volviendo a retomar lo que era real, me fui apartando de la puerta. Entonces una voz aguda me llamó. Era él, “Coco”, en el mismo lugar, el mismo cuerpo y la misma sonrisa…Su pelo, como el mío, estaba encanecido. Su piel, como la mía, se había dejado llevar por el paso del tiempo arrugándose acorde a la edad. Ahora éramos dos adultos separados por las rejas de una puerta pero unidos por una amistad que sobrevivió a las circunstancias. Sus ojos brillaban de forma especial, como siempre. Una lágrima asomó por mis mejillas y, viéndola, me sonrió. Mis palabras quedaron mudas silenciando toda su expresividad. En mis adentros, ayudada por un pensamiento dormido, mis sentimientos hablaron, y lo hicieron para él. “Hola Coco. ¿Te acuerdas de mí?”. Sin quitar su mirada de la mía respondió a mi silencio. “Amiga”. Y es que “amiga” era una de las palabras con la que él me solía llamar. ¡Me tenía en la memoria de sus recuerdos! Quizá me reconoció a través de un gesto o una mirada, algo que solo él podía intuir como señal personal mía. En ese instante se asomó a su toma de conciencia ausentándose de su pequeño “mundo” para hacerme entender que “seguía ahí”, justamente en el lugar de donde un día me fui.
Un “Adiós Coco” fue lo único que pude expresar cuando se alejó subiendo esas escaleras que tantas veces las recorrimos alocadamente, con esa peculiar sonrisa que siempre alimentó mi ternura y que utilizaba para darme la bienvenida cuando acudía a su casa a jugar. Ese día me recibió con el cariño que merece la amistad.
Me enteré de su “ida” cuando ya se había marchado de una vida que iluminó su rumbo, guiñando los ojos al amor de cuantos le quisimos.
En mi memoria, y en mi corazón, un lugar importante lo ocupa “Coco”, simplemente “Coco”, mi amigo y la razón por la que hoy escribo éstas líneas.
Siempre he creído que una discapacidad no ha de ser proclive de un alejamiento frente a las facilidades que pueda proporcionar la vida a todos los niveles: sociales, económicos, personales y de integración.
“Coco” fue abanderado de mi ternura y cómplice de mi cariño; no fui yo quien me acerqué a él, sino que fue su generosidad quien quiso aceptarme como miembro partícipe de sus juegos, de sus alegrías y de alguna que otra pena que asomaba por su cara con un semblante de inseguridad; necesitaba el reconocimiento continuo de que hacía bien las cosas y de que sus fallos no eran demasiado llamativos. Quien le trataba como si fuera “tonto” es que no le conocía o no sabía de sus posibilidades para demostrar lo contrario, es más, a él le gustaba ser y hacer las cosas como el resto de los humanos, y su nivel de frustración era evidente cuando no lo conseguía.
“Coco” vivía su día a día como sabía, como podía, como le dejábamos vivirlo quienes estábamos en su entorno más cercano, y yo, que tuve el privilegio de compartir intensas horas con él, me acerqué a su huidizo pensamiento para intentar entenderle algo más. Fue quizá el cariño que sentía por su persona y el tiempo que aclara las dudas, quienes mostraron que su pensamiento era solo suyo, y a él solo pertenecía.
Me mostró, con esa naturalidad que salía por todos los poros de su piel, su modo de vida, y me trasladó, con su particular forma de ser, a un mundo “diferente”, ese mundo al que podemos acercarnos otros que creemos ser “diferentes” a él.
Iguales, o diferentes, somos en definitiva seres humanos que no nos diferenciamos por lo que hacemos, o por cómo lo hacemos, sino por lo que en realidad somos y cómo nos comportamos. “Coco” era tal cual, sin falsas apariencias que encubriesen su comportamiento, sin tener que fingir ser como era; ahí estribaba la clara diferencia entre él y el resto de los humanos cercanos a su entorno, quienes utilizábamos adornos para mostrarnos de una forma que agradase a los demás. La naturalidad y espontaneidad en “Coco” eran notas predominantes.
Ser auténticos y comportarnos como tal suele ser arduo de lograr si pretendemos ser reconocidos por quienes estimamos necesarios…Personas como “Coco” no han de interpretar ningún papel para mostrarse tal cual son; su mejor guión es ser ellos mismos.
“Coco” hizo crecer en mí un sentimiento especial que nadie ha sabido darme jamás. Desde este trocito de tierra, hacia ese cielo que a todos nos espera, te envío mi cariño, “Coco”. Amigo.
Pilar Cruz González
(Terapeuta Ocupacional)
,Hola Pilo, he vuelto ha leer Simplemente “Coco,es precioso yo lo he leído varias veces me cada vez qué lo leo me emociono. estoy muy sensible, abrazos,