UN TECLADO Y UNA VOZ.
Hoy es el gran día para ella y, por lo que nos toca, un día importante para nosotros también. Nuestra fraterna relación se ha cimentado a base del uso de las teclas de un ordenador y del lógico cariño de hermanas.
Hoy Miriam –mi hermana- estabiliza su vida y se adentra en el mundo real, en aquel que durante una época no integró como suyo y que alejó de su modo de vida, el mundo en el que vivimos el resto de los humanos que no somos, ni pensamos, como ella.
Hay mucha emoción en el ambiente y quien más lo demuestra es mi padre. Le siento nervioso, inquieto y no es para menos porque ”su niña” abandona el hogar que la acunó al nacer con nanas de protección, siendo sus paredes testigos directos de su peculiar carácter…
Una boda es lo que la va a separar de nosotros. Su propia boda.
Han pasado muchos años y evocarlos seduce mi corazón transportándome a momentos inolvidables que no deben ser archivados en el olvido, a pesar de que alguno fuera excluido como material de desecho. En la actualidad he abandonado el disfraz de niña para transformarme en una mujer; no obstante, y como aditivo a mi vida, sigo ocupando el octavo puesto en la lista de hermanos, aquella que crearon mis padres cuando decidieron traernos a este mundo, por lo que siguen considerándome como “la “pequeña de la casa”.
Tengo el defecto, o la gran virtud, de que cuando experimento una perfilada y sutil felicidad –como en el día de hoy en que nos reunimos familia y amigos para celebrar un acontecimiento esperado-, la añoranza me inunda y me transporta a mis no muy lejanos años de infancia para evocarlos como se merecen, e inmersa en ese tránsito visual las imágenes se suceden una tras otra pudiendo vislumbrar, gracias a su pulcritud, que mi pueril alegría -cuando las coletas eran firmes aliadas a mi aspecto aniñado- participaba de los correteos por los pasillos de nuestro desarrollo emocional.
Ahora, en la soledad de mis recuerdos, necesito detenerme en aquellos que marcaron taxativamente mi reloj vital, y lo hago con el fin de resaltar un acontecimiento especial en el que de alguna u otra forma todos nosotros fuimos capturados por las redes de la informática. Fue el día en que llegó el regalo timonel que marcaría el rumbo de nuestras vidas. Llamaron a la puerta, y David –el que ocupa el séptimo en la lista-, usurpando mi puesto de “portera oficial”, abrió rápidamente para evitar que lo hiciera yo. Tras ella apareció una enorme caja en brazos de mi padre: se trataba del regalo que Saúl, mi hermano, -el que nació en segundo lugar- se había ganado a conciencia. Gracias a mi condición de observadora pude presentir emoción en la cara de Saúl.
El esfuerzo que mis padres hicieron -desembolsando una considerable cantidad de dinero para adquirir un regalo como éste, de dimensiones considerables- merecía la pena, y así lo expresó Fina, mi madre, cuando al llegar a casa después de una jornada agotadora de trabajo lo vio ya posicionado sobre la mesa de Saúl. Una sonrisa fue suficiente para dar su beneplácito. Ese día fue extraordinario en todos los sentidos.
Mientras mi padre hacía funcionar la novedosa adquisición, mis hermanos y yo, en pie, sostenidos por la emoción, parecíamos aguardar la cola de las rebajas de unos grandes almacenes, intentando atisbar matices del regalo a través de la cabeza del hermano que teníamos por delante. Yo, la más bajita y por tanto la que menos oportunidades podía tener de visión, era quien hacía mayores intentos para ver lo que tanto asombro generaba; siete “torres” me impedían llegar al objetivo porque mi lugar, el octavo puesto de la cola, era sin duda el peor…
Un ordenador era el regalo que merecía semejante espera, un objeto arropado por las súplicas -la de mis hermanos- para que mis padres dieran el visto bueno y lo compraran.
Papá, un gran aficionado a la informática y trabajador empedernido que sumaba horas al día para sacar adelante a la familia, daba pacientes instrucciones a Saul, a pesar de que las dificultades de razonamiento del pobre impidiesen entenderle. Reconozco que mi padre era un pésimo “profesor” y mi hermano un disciplinado –aunque limitado- alumno. Hablaban en un idioma distinto al que se utilizaba normalmente para comunicarse, siendo ese matiz la clave donde estribaría el problema de entendimiento. Pobre Saul.
Términos como CPU, megabytes, redes, conexiones, etc, eran expresados por mi padre de manera familiar, pero yo tan solo veía una pantalla, un teclado y un aparato al que llamaban “ratón”. Mirándole me preguntaba si se trataría de un devorador de queso…
De pronto, tras la emisión de una música melódica que acompañaba al encendido de la pantalla, aquello comenzó a dar señales de vida. Era asombroso comprobar cómo de ahí podían salir todas esas imágenes y sonidos, cómo esa cajita pudiera ser capaz de almacenar tanto en tan poco espacio…
Miriam, mi hermana mayor, la primera en conocer a mis padres, no se interesó ni un ápice por la llegada de aquel “horrendo trasto”, proclamando repetidamente: “eso es una patraña que ahueca la cabeza y atonta la mente”.
Realmente era única en todos los aspectos; con un estilo de vida hippy -optó por ese liberal enfoque de vida por contradecir a mis padres y sobre todo para ir contra ella misma, aunque no lo viera como tal -no comprendía que se pudiera perder el tiempo ante una caja “mema” cuando “la naturaleza aportaba mayores oportunidades de aprendizaje que todos los datos extraídos de semejante utensilio”.
Papá no hacía otra cosa que mirarla de soslayo intentando evitar que anulase la ilusión de Saul, y es que mi hermano merecía ese premio, se lo había ganado a pulso por su tesón, por su esfuerzo y por un excelente trabajo reflejado en unas notas que acreditaban su responsabilidad.
Intuyo -porque conozco bien a Miriam- que un arrebato de celos embriagó su decepción puesto que al ser el destinatario del regalo mi hermano hubo de retirar de la escena familiar cualquier presunción de protagonismo por su parte. Pobre Miriam, solo quería que pusiéramos los ojos en ella y recabáramos en su presencia.
Durante nuestra infancia -cuando los recuerdos son archivados en la retina de la mente con detalles puntuales-, teníamos integrada la imagen de papá en forma de espejismo, de un ensueño que aparecía y desaparecía cuando menos lo esperábamos, no obstante, “el día de Saul” mi padre estuvo a su lado dedicándole sus mejores minutos, esos que no por ser cortos fueron menos intensos. Siempre me he preguntado si para él fue mejor el regalo o que papá le dedicara su tiempo.
A mi madre también le resultaba un ensueño coincidir con él en casa; pareciera que viviendo juntos bajo el mismo techo estaban separados. Más de una vez escuché la dureza sembrada en el agrio comentario de Miriam, “mamá trabaja demasiado para no aguantar a papá”. Lo cierto era que trabajaba de esa forma porque éramos muchas bocas que alimentar y alguna otra que callar…Cuando sus hirientes punzadas verbales nos hacían daño mi padre la recriminaba ”Que tu boca no diga aquello de lo que pudieras arrepentirte. Engáñala cerrándola ”.
Cuando somos niños justificamos lo inexcusable mirando con ojos que ciegan la verdad; yo, por más que miraba a mis padres intuía que hacían lo indecible para que nuestra vida fuese moderadamente feliz, utilizando el mutismo comunicativo para obviarnos los problemas que les embaucaban. Tenemos la creencia de que durante la infancia los adultos no nos entienden y sin embargo parecen querer llegar a nosotros con un lenguaje ininteligible que no logra captar nuestra parca percepción. Escuchamos palabras que aunque en un principio pudieran parecernos huecas con el tiempo adquieren cordura.
Pero en casa todo cambió cuando entró el nuevo “inquilino” y se adueñó de la habitación de Saul. Gracias a su presencia, mis hermanos y yo aprendimos a comunicarnos con los demás, y no es guasa lo que digo. Teníamos los horarios repartidos debidamente y cumplíamos con rigor los turnos, siempre respetados por el bien de todos y del propio ordenador pues si éste era motivo de enfados mi padre lo echaría de casa sin reparos, algo que no podíamos permitir pues su compañía nos fascinaba.
Mamá trabajaba de la mañana a la noche: se iba con la luz y venía cuando la luna le acompañaba en su regreso a casa.
Teníamos labores asignadas: Miriam –la mayor- decoraba la casa y la aromaba con olores de esencias traídas del otro lado del mundo. Bruno –el tercero- hacía la comida, y no se le deba nada mal. Saúl, el intelectual y dueño del ordenador, nos organizaba debidamente cuando algún elemento se descolocaba de su sitio. El resto nos defendíamos como podíamos.
Reconozco que Saul estaba absorbido por el dichoso aparato, salvo cuando Miriam se lo desconectaba porque había demasiadas “ondas” en el ambiente, asegurando que esa era la excusa para que sus nervios estuvieran desbocados. Percibo que no era así, pero de eso no entendía y omitía cualquier juicio barato que pudiera perjudicarme en mis relaciones con ella. Observar y callar era el fundamento de mi paciencia.
Un día, sorpresivamente, vi a Miriam frente al ordenador. Era lunes, día de colegio, y mis hermanos se habían marchado a sus clases. Aquejada de una fiebre descomunal me quedé en casa haciendo compañía a Miriam, que por aquel entonces andaba algo perdida entre humanos que según ella no la entendíamos. Me situé detrás de la puerta esperando a que me pusiera el termómetro -mi madre le había dado instrucciones de qué hacer si me subía la fiebre-. Ensimismada, no se dio cuenta de que la sombra que la amparaba era la mía. Me llamó la atención de que se riera, cosa rara porque Miriam solo lo hacía cuando los políticos “metían la pata”, y en vez de llorar se carcajeaba frente al televisor. Mi hermana era muy rara, lo reconozco, pero una vez crecidita dejó sus rarezas aparcadas en el molde de la rebeldía.
Jamás olvidaré ese instante. Miriam escribía al tiempo que contorneaba todo su cuerpo y hablaba sin cesar. ¿Con quién lo hacía? ¿Esa caja tonta -como así la llamaba-, estaba compartiendo charla con su “mente libre y prodigiosa”? Increíble. Sin repicar y comprobando yo misma cómo mi temperatura iba ascendiendo en el termómetro, fui siguiéndola con atención. Al principio su silencio imperaba: solo unos cuantos gestos con sus ojos y boca avisaban de que estaba ocurriendo algo inverosímil. Miriam era una experta en mímica, su mecanismo básico para comunicarse con nosotros. Minutos después “habló” con el ordenador emitiendo palabras sin conexión y risas que la hacían retorcerse en la silla como si fuese a romperse en dos. Me cansé de mirarla y me fui a tumbar en mi cama; no sabía si quien me ponía nerviosa era ella o la fiebre que no paraba de subir. Para rematar la faena, sus estruendosas carcajadas -cuyo sonido llegaba hasta mi habitación- chirriaban en mis oídos, doloridos con antelación por una molesta otitis. Cuidarme, desde luego, no fue lo mejor que hizo; atender al ordenador lo consiguió a la perfección.
Molesta de no poder descansar, me dirigí a la habitación de Saul para recriminarla sus chillidos, y el colmo fue cuando con mis propios ojos vi cómo mi hermana le propiciaba un beso sentido a la pantalla del ordenador. Me pregunté cómo era posible que besara así, sin más, a un objeto frío e inerte. Esa imagen me impactó; definitivamente esa caja era mágica porque sus hechizos lograron que mi hermana utilizara su boca para besar –gesto inhabitual en ella-, aunque fuese a una simple pantalla de ordenador.
Pacientemente esperé a que terminara su “amorosa” sesión informática y saliera de la habitación. Una vez fuera Miriam, pasé yo, quedándome a solas frente al ordenador, a quien propiné también uno de mis mejores besos para lograr alguna respuesta afectiva por su parte, pero fue decepcionante, y al ser nulo el beneficio me lancé sobre él, y no solo lo besé sino que también lo abracé con emoción para intentar lograr la sensación de alegría que invadía a mi hermana cuando se acercaba a la pantalla.
¿Se cumplirían los deseos de mi padre? Encontrar un hombre a Miriam aunque fuera a través de ese dichoso aparato, un tipo que la hiciera entrar en razones y la apartara de sus incongruentes costumbres: yoga, meditación, incienso y música rara que decía estimular sus “chakras”. ¡A saber qué era eso!
A titulo personal reconozco que gracias al ordenador un mundo desconocido entró en mi diminuto universo, para mostrarme cosas asombrosas que enfocarían mi vida desde otro prisma. Se convirtió para nosotros en una ventana abierta al mundo: llegar a lugares recónditos, y conocerlos, sin tener que hacer maletas y utilizar aviones, era inimaginable pero cierto. Contactar con personas -después se convertirían en amigos- que vivían a miles de kilómetros pudiera parecernos ciencia ficción. Mi amiga Sandy, natural de Miami, compartía con nosotros “el gran día de Miriam” siendo ésta la gran oportunidad de conocerla en persona. ¡Quién se lo iba a decir a mi padre cuando llegó con la caja!
La fiebre me duró un par de días, y las falsas apariencias de mi enfermedad –un simple catarro- se alargaron por cinco días más, tiempo suficiente como para fisgonear en los encuentros que Miriam mantenía con Antonio, como así llamaba a la pantalla. “¡”Antonio”, espérame que ya voy”! decía cuando no había nadie en casa, aunque el puesto de “ese nadie” lo ocupara yo; como era más bien calladita y apenas emitía ruido alguno, Miriam podía permitirse el lujo de creerse la dueña de la casa ignorando mi presencia.
Día a día, mi hermana y Antonio se hicieron amigos, y a veces más que eso: besaba la pantalla y guiñaba sus ojos como si esa “caja” reconociera su coquetería…¡Mi hermana se había vuelto completamente loca! y yo debiera ocultárselo a mis padres por el bien familiar. Mis temores eran que esa locura me afectase también a mí y adquiriese una patología incurable.
Miriam se comportaba diferente dependiendo de las situaciones: si Saul se sentaba frente al ordenador ella se enfadaba obligándole que lo dejase porque le molestaba el ruido que emitía. Con una cara impresionante, seguía manteniendo que sus ondas eran nocivas para la salud y que le encogería la mente si lo utilizaba demasiado. ¿Y cómo era posible si ella hacía lo mismo que Saul pero a diferentes horas y sin que nadie la increpase o molestara? Estaba claro que su pensamiento se había visto perjudicado con las malas costumbres de pasarse horas muertas “conectada” al ordenador. No sentía la necesidad de contarle a Saul o a mis padres lo que ellos no veían de Miriam pues verla feliz, sin su habitual gesto de enfado, no tenía precio. Dentro de mi inocencia imaginaba que Miriam no hacía daño a nadie y que tampoco se lo hacían a ella pues una caja como esa no podía hablar y sin el habla era evidente que no la podía perjudicar. ¿O sí?
Una noche, cuando todos los hermanos hacíamos que dormíamos, escuché cómo mi padre recriminaba a Miriam en su manera de enfocar la vida y cómo si seguía excluyéndose de la sociedad con sus estúpidas y extravagantes normas, engarzaría la piedra de la soledad a su cuello y a su futuro; veía en Miriam a una mujer extraña, llena de prejuicios y volcada en sus excentricidades. Desgraciadamente mi padre desconocía la parte oculta de mi hermana, aquella de la que yo era testigo, donde Miriam se transformaba en una chica alegre, coloquial, divertidamente amorosa y ¡normal!
Pasados unos meses de la arribada de Antonio, apareció un tipo en casa. La forma de llamar a la puerta era distinta a la nuestra. Mi padre, enfadado por causa de una discusión que tuvo con Miriam a primera hora de la mañana, abrió de malas formas. Estaba muy nervioso. Al otro lado, un individuo le dio los buenos días, pero él, debido a su estado de ofuscación, pensó que sería un comerciante que quería vendernos un producto “salvador”, de esos que curan todo o limpian la casa con un soplido. Ese espécimen de personas era bastante odiado por él, por lo que abrió y cerró raudo sin malgastar ni un segundo más de su tiempo. Era sábado y había todo un día por delante. No queremos nada, gracias.
El hombre ante semejante respuesta se quedó mudo, y mi padre indignado porque el sujeto no daba marcha atrás. Cuando fue a cerrarle la puerta en sus narices le detuvo en el intento. Disculpe, solo quería… Y mi padre respondió: Le he dicho que no queremos nada. Gracias. Se puede ir. Pero respondió: Creo que se equivoca, señor. No vengo a traer nada, solo preguntaba por una persona. Me parece que se ha confundido Y mi padre no se calló: El que se confunde es usted.
Tras un rifi rafe, la enjuta figura justificó su presencia. He quedado aquí con alguien que vive en esta casa La respuesta de mi padre fue firme: Imposible, nadie que viva aquí quiere algo de usted. Tenemos de todo.
La rabia del hombre iba in crescendo. Se estaba enfureciendo por momentos haciéndoselo notar a mi padre. Solo he venido a buscar a Miriam.
Ese nombre, tan repetido en casa a cada minuto ahora no sonaba armónico en los oídos de mi padre. Miriam, ¿mi hija?, exclamó mientras veía al tipo con traje de chaqueta gris y corbata azul perfectamente adecuado para vender todo tipo de enseres útiles para las amas de casa. ¿Qué tenía que ver Miriam con semejante individuo? De inmediato palideció temiéndose lo peor.
Disculpe, sí es así siento haberle hecho esperar. Pase, por favor. El pobre papá pensó que Miriam se había metido en uno de esos líos en donde todo estaba permitido: alcohol, drogas, delincuencia, etc.. Seguro que ese hombre no era otro que un policía vestido de paisano que enseñaría su placa y se llevaría a Miriam arrestada a un calabozo perdido de la mano de Dios. En ese instante, los momentos felices vividos con ella –desde niña hasta la edad actual- fueron velados de su mente y su corazón comenzó a acelerar sus latidos paralizando sus palabras.
Miriam me dijo que viniera sobre esta hora. Lo siento si le he importunado. Comentó el tipo
No, por Dios –respondió mi padre intentando remediar su metedura de pata-. Mis hijos están levantándose y mi mujer trabajando; aunque sea sábado, el deber es el deber.
Mi padre pensaba que si el hombre pertenecía a la benemérita sería honorable, sin duda, y que lo que hubiese hecho Miriam no debiera de ser del todo deplorable pues “el gendarme” no se mostraba demasiado nervioso, con unas esposas o pistola que anunciasen una detención inminente. Él, siempre tan rígido y tan serio debiera enfrentarse a un mal trago que no le traería más que quebraderos de cabeza, y todo por culpa de la imprudencia de su hija y de sus dichosas extravagancias, que con veinte años no había tenido tiempo de madurar como era debido. ¡Su niña se había convertido en una “delincuente común”! sin poder hacer nada frente a semejante comportamiento.
El hombre, sentado en un sillón, esperaba a que Miriam se presentara. Mi padre, inquieto, optó por cerrar la boca y esperar a lo que tuviera que venir. Únicamente dijo en voz alta ¡Miriam, hija, date prisa que te esperan! Desde el otro extremo de la casa se oyeron los chillidos de mi hermana ¡Mira que estás pesado. Ya voy, y apaga el cigarro que nos ahumamos; hasta aquí llega ese asqueroso humo!
“Tierra, trágame” era la frase que se agitaba en la mente de mi padre tras ser respondido por su hija. Mirando al hombre, solamente pudo justificarla comentando: Es que la niña es de Greenpeace…
Tras husmear la tensión que se respiraba, decidida entré en el salón para romper el hielo.
Saludé. Hola, me respondió. Preguntó mi nombre Sara, respondí. Mi corta edad no me impedía ver que era más joven y más guapo que papá.
Mi padre me hizo un gesto para que abandonara el salón pero yo, que carecía de vergüenza, continué plantada en él.
Me había presentado debidamente pero él no, por lo que jugaba con ventaja. Sin dudarlo pregunté su nombre. Me llamo Antonio
¡Ese nombre me sonaba!, y lo curioso es que iba asociado a mi hermana por algún motivo. Una lucecita en mi cabeza se encendió y de inmediato respondí: Antonio se llama el ordenador de Saul. Esa respuesta debió hacer gracia a mi padre pues le vi sonreír. Después, justificando lo que yo había creído coincidencia, afirmó: Estos niños, inventan cualquier cosa para alejarse de la realidad. Y dedicándome una de sus disimuladas miradas dijo: Nena, los ordenadores no tienen nombre. Con un gesto me indicó que saliera del salón, no sin antes yo responder: El de Miriam sí. Zaherida por la vergüenza me fui en dirección a la habitación de mi hermana para contarle lo que estaba ocurriendo…
La entrada de Miriam en el salón fue apoteósica. Mi padre no daba crédito a la visión que tenía delante de sus ojos. Miriam tenía el pelo recogido en una hermosa trenza con una margarita en su final; la cara pintada discretamente le hacía parecer mayor. Era toda una mujer, justamente lo que debiera ser y lo que el paso de los años intentó disfrazar.
Cuando se situó frente al hombre de traje de chaqueta se puso colorada. Mi padre no entendía nada de lo que estaba sucediendo.
.- Miriam, hija, este caballero ha venido para hablar contigo.
.- Lo sé papá.
.- ¿Ocurre algo de lo que me tenga que preocupar?
.- Cuéntaselo tú, Antonio.
.- ¿Has dicho Antonio? ¿Es que le conoces?
.- Sí, papá. Todo está bien.
.- ¿Y quién es? ¿De la benemérita?
.- No. Es Antonio
.- Eso ya lo sé.
.- Es mi novio.
.- ¿Tú novio? –Quizá el cielo fue complaciente con él oyendo sus ruegos – ¿Pero, cómo, cuándo…?
Mi pobre padre no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo era posible que Miriam se hubiera ennoviado sin apenas salir de casa? ¿De qué forma había llegado hasta él?
.- Le conocí gracias al ordenador de Saul. Un teclado y una voz fueron suficientes para iniciar nuestra relación.
.- ¿Entonces no viene usted a arrestarla, no es policia?
.- En cierto modo sí. Quiero “apresarla” y pedirle su mano.
Como una frágil torre mi padre cayó derrumbado al suelo…Yo también fui a parar al mismo sitio, pero solo para ayudarle a levantarse.
Por fin podría dormir tranquila sin tener que esconder en la cabeza un problema tapado por mi silencio.
La caja tonta e inservible se convirtió en la celestina de mi hermana transformándola en una persona cercana y abierta a la vida social. La función de Antonio-el ordenador- fue la de encontrar al verdadero Antonio, aquel que hoy la convertiría en su esposa en un día muy especial. El regalo de Saul pasó de ser una patraña ahueca-mentes, absurda y nociva para la salud mental y física –según Miriam -, a convertirse en “su Ángel”.
Confieso que yo también utilicé esa mágica caja para comunicarme con personas ajenas a mi entorno y “visitar” lugares que jamás pisarían mis pies, pero nunca perdí la necesidad de utilizar el lenguaje hablado con mis amigos, de enfrentarme a los problemas cara a cara y no utilizar la sombra del ordenador y la cobardía de los “mensajes” para expresar lo que en persona era incapaz de decir. Estaba respaldada por Antonio pero también sentía el apoyo de mi familia y de mis amigos.
Ocultarse a la sombra de un ordenador y mantenerse alejado de los demás esconde las posibilidades de vivir acorde a una sociedad en la que todos somos partícipes de su evolución.
Antonio siempre ha tenido un lugar importante en la familia, aunque fuese en la habitación de Saul, pero tengo claro que un ordenador no deja de ser una “mágica caja tonta”…
(Dedicado a mi amiga Mayte)