Las tardes se convierten en algo delicioso para quienes las disfrutan como yo, un hombre tranquilo con la conciencia serena.
Mis tardes no son nada espectaculares, pero sí algo mágicas porque me aportan ilusión y ganas de vivir. Cuando desde la ventana veo que el sol juega con desventaja en su ardiente calentar, me preparo para bajar hasta el parque de La Rosaleda, un fascinante jardín de flores que embriaga la vista de quien se embelesa mirándolo. Tan solo un bastón, una gorra -para protegerme del sol-, y una bolsa de merienda, me acompañan en mis especiales atardeceres.
Cuando llego al parque, después de mi breve, pero intenso paseo, tomo asiento en un banco de madera cuya situación es privilegiada para mí, ya que está protegido por las ramas de unos árboles que me ocultan de los rayos solares, proporcionándome una sombra más que agradable.
En el banco hay dibujados nombres de enamorados, supongo, y de corazones que hablan del triste desamor, y digo bien porque parece como si los que sellaron ese pacto de cariño hubieran intentado borrar las marcas que quedaron impresas en él.
Me reconforta observar lo que mis ojos me permiten ver, a estas alturas de mi vida, y advierto que aún siendo limitadas algunas de esas percepciones, me complace seguir siendo testigo de las maravillas que el Señor creó. De todas formas, he hecho un pacto con mis ojos que nos puede beneficiar a ambos: yo veo, y ellos, viendo, se deleitan de lo que ven.
Hoy me decidí a salir pronto de casa, una vez pasadas las seis de la tarde. Me sentía sofocado, cansado, como si me faltara el aire. Al llegar a La Rosaleda y sentarme en el banco he comenzado a estar más relajado, como si mi respiración agitada encontrase una pausa, y, en cuestión de minutos, todos mis males se han adormecido, como si una sensación de sueño se adueñase de mi por no haber echado la siesta. Lo sé, es imperdonable no haber descansado, y luego pago las consecuencias de mis actos, como el evidente cansancio que ha transitado conmigo camino al parque.
Es un deleite estar allí, entre tanta arboleda, respirando el frescor del agua una vez regada la pradera, rodeado de niños, de risas y de llantos que son abatidos con alguna chuchería o juguete, y de palabras que necesitan hablar. Ver semejante alegría y alborozo me produce una bocanada de aire renovado en mis viejos pulmones, como si algo misterioso decidiera prolongar unos segundos de mi vida, como si esos duendecillos que cuidan de los niños con esmero, me protegieran a mi proporcionándome felicidad desde mi banco, el mejor de los miradores jamás creado.
Es curioso comprobar cómo las señales físicas de la edad cumplen con su cometido: sumar arrugas y crear un obligado respeto frente a chiquillos que miran curiosos el pelo cano y la piel ajada; es sorprendente observar cómo les asusta nuestra presencia, evitando aproximarse demasiado al supuesto mal humor que hay quienes dicen ser de él un buen aliado para nuestros ánimos. Me molesta que piensen de esa manera, y sobre todo de un ser frágil como es mi pobre persona. Quizá en otros viejos cascarrabias sea algo frecuente, pero en mi desde luego que no.
Mi banco está situado en la llegada a “la meta” para muchos de los balones y cochecitos que son empujados hasta mi, ya que está posicionado al final de una pequeña pendiente. Cuando uno de esos balones se topa con mis pies, los chiquillos se echan a suerte quién será el osado que vaya a recogerlo, con la consigna de que yo se lo devuelva; si no es así, pierde la apuesta la valiente criatura que se ha cruzado con mi mirada. En cierta forma es halagador creerme pieza importante en las reglas de sus juegos sintiéndome un excelente portero lúdico. Y es que cada uno de estos pequeños -que solo piensan en sus triunfantes travesuras y en sus correspondientes victorias-, no se da cuenta de que yo también soy un niño, casi como ellos, salvo con la salvedad de tener un puñado de años más. Con miedo, o sin él, me necesitan, como elemento más del juego, lo cual me gusta, me hace sentir de gran utilidad.
De entre mis pequeños amigos, me quedo con uno a quien tengo especial cariño: mi pelirrojo. Se llama Oscar y tiene doce años. Ya ha crecido en altura y en sensatez, pero recuerdo que con seis años era más malo que la quina, ejerciendo su liderazgo como jefe del clan al imponer sus leyes lúdicas, las que debían acatar quienes quisieran pertenecer a su peculiar “reino”. Cuando Oscar fue creciendo, abandonó su autoridad transformándose en un mero compañero de juegos. He de reconocer que le adoro, pero creo que él aún más a mi. El miedo inicial que sentía por mi se ha transformado en un cariño y respeto profundo. Mi Oscar, quien fue en su día un auténtico pillastre, anda últimamente más preocupado de su aspecto físico que de sus partidos de fútbol, y el motivo no es otro que una chiquilla llamada Angélica, quien merodea por los jardines del parque pretendiendo ser observada por los vivos ojos de mi pobre Oscar. Como su nombre indica, es un verdadero ángel de niña. Ésta concesión, como testigo único de este incipiente e inocente amor, me permite pensar que desde que nos manifestamos como criaturas indefensas, frente a la magnitud del amor, hacemos cisco a nuestro corazón, y aún así me digo “¡quién pudiera retomar el timón de la infancia para navegar con un velero de ilusoria felicidad!”. Realmente, siendo sensato, intuyo como necesario, para nuestra salud mental y física, asumir lo que cada etapa nos depara, viviendo el presente sin sufrir de lo que dejamos en el pasado, para no dañar lo que pudiera forjar un posible futuro.
Tras llegar al parque, después de sus clases, los chicos aparcan sus mochilas en el banco y me saludan: “¡Hola abuelo!”, una frase que canta en mis oídos puesto que yo soy abuelo en el alma y el corazón, pero no en la vida real ya que no he tenido descendencia y he trazado un solitario camino por este mundo.
Cuando somos niños archivamos en la memoria del recuerdo aquellas vivencias que de alguna u otra forma marcarán nuestra vida futura, y sé -con toda la responsabilidad que eso conlleva-, que soy el artífice de que esos infantes guarden en sus recuerdos una experiencia positiva que les impida olvidarla, y es justo cuando a una determinada hora de la tarde abro mi bolsa del pan y saco de ella un trozo, que desmigo pacientemente hasta conseguir un buen montón de miguitas. En ese momento, los chicos detienen sus juegos y se acercan a mí para contemplar un espectáculo único, el de cientos de palomas que acuden hasta donde yo me encuentro para recibir su ración diaria de comida. Oscar se sienta conmigo y me ayuda a repartir las briznas de pan para que ninguna de ellas se quede sin comer, algo que le sirve como ejercicio para adquirir paciencia y matizar sus naturales nervios por ir deprisa. Mi pelirrojo tiene un fondo noble que hay que pulir con delicadeza porque al ser el mayor de los tres hermanos, en casa se le exige más. Recuerdo un día, con cierta nostalgia, que Oscar me susurró algo al oído: “Abuelo, cuando subas al cielo, las palomas te acompañarán porque sin ti no podrán vivir más”, a lo que yo le contesté: “Pelirrojo, la vida continúa aunque nos tengamos que ir, y las palomas seguirán en el parque, porque tú estarás aquí para cuidarlas”.
Pero si las tardes son lluviosas, he de modificar mis planes de paseo, quedándome rezagado en casa, sentado en mi viejo sofá frente al televisor, y aunque con algo de coraje confieso que esa caja tonta me acompaña lo justo como para no sentirme solo. Entonces me preparo mi cafecito -descafeinado, claro está-, que me alegra el paladar, y tomo una magdalena casera que me deja Marta preparada. Marta es mi “cuidadora”, mi ángel, quien me hace esas magdalenas que con un ligero toque de limón las convierte en especiales.
Marta dejó el disfraz de la adolescencia tiempo atrás, cuando yo la enseñaba a jugar al dominó y al ajedrez para cultivar su mente y potenciar su razonamiento lógico, pero pensar más de la cuenta no era el ejercicio adecuado para llamar la atención de mi pequeña Marta, salvo cuando de manera involuntaria su pensamiento se activaba al ver a un muchacho que le gustaba a rabiar. Con él, Marta podía activaba su mente –y su corazón-, sin que nadie la forzara a ello.
Hoy, como cada mañana, Marta ha venido a casa para limpiar y hacerme la comida. Me ha preguntado inquieta si me ocurría algo porque me notaba una mirada diferente, extraña. La he tranquilizado asegurándola que me encontraba bien, y es que esta chiquilla se preocupa demasiado por mi salud. Es curioso, la vida es un boomerang: todo el aprendizaje que yo la di en su día, me lo da ella ahora con su cariño, mientras que con ella la vida me regala el sentir de la palabra abuelo. ¿Para qué quiero más si tengo a Marta?
Así transcurren mis días, entre luces y sombras. Si el sol me concede parte de su luz, me avío para ir al parque, en donde coincido con un ser adorable: Rocío, una mujer algo más joven que yo, es decir, menos “vieja”. Ella es guardiana de sus nietos en sus momentos de juegos.
Rocío acude al parque cada tarde, como yo, con la diferencia de que ella no lo hace sola, sino acompañada de su tropel de nietos. Es una mujer gruesa, de carne generosa y bien guapetona, con un aspecto inmejorable que da prestancia a su persona. Al recordarla, me viene el intenso olor que desprende, un aroma de jazmín que con solo olerlo me transporta al mismísimo cielo.
Rocío tiene buenas dotes de mando; con una sola llamada de su poderosa voz pone a los niños firmes, y en un santiamén coloca a sus tres nietos en fila india para repartir la merienda, sin que ninguno esquive tal momento; tras ello, siguiendo siempre el mismo ritual, se sienta a mi lado, abre una bolsa y saca de ella tres emparedados de delicioso paté. A los chiquillos les alimenta, no hay duda, pero a mí, con tan solo mirarlos, me sube peligrosamente la cifra de colesterol. Y prosiguiendo con ese protocolo, les da tres zumos de naranja individuales para paliarles la sed, que con el ejercicio aumenta considerablemente. Para finalizar, con alguna que otra ventaja debida a su amistad, y sin la necesidad de colocarme en la fila como un niño más, Rocío me da el sándwich preparado especialmente para mí. Se me hace la boca agua pensar en tan rico bocado: dos islotes de pan rellenos de un jugoso atún bañado en aceite de oliva, acompañado -para evitar una soledad culinaria- de una rodajita de tomate que aumenta su sabor dejando un espléndido deleite en el paladar. Solo las manos de una mujer son capaces de conseguir semejante armonía gustativa. Un lujo, sin duda. Y siguiendo con la rutina, como cada tarde, comparto mi sándwich con ella, a pesar de sus intentos de no caer en la tentación, pues como mujer coqueta que es, no quiere que el bocado se adose, irremediablemente, en alguna parcelita de sus generosas carnes.
Pensando en Rocío entiendo que nunca es tarde para encontrar el valor de la amistad. No me retraigo en admitir que no me he enamorado de ella porque, en teoría, los que ya hemos rebosado la edad de pelar la pava, no solemos enamorarnos -según dicen -, pero sí que he llegado a quererla con un amor amigo y cómplice que suple cualquier atisbo de amorío efímero. Soy un privilegiado en tenerla a mi lado cada tarde, con eso me conforme.
Se dice que cuando una mujer envejece se convierte en esposa, amiga, y madre del hombre que tiene a su lado, y yo creo que es así. Rocío fue buena esposa, es excelente “madre” de sus hijos, y también de sus nietos y, por supuesto, amiga mía. Está claro que en el reparto de afectos yo me he quedado con una buena parte de su amistad.
Acompañan siempre a Rocío sus nietos, tres diablillos que protegen a su abuela, con estrictas órdenes de su madre. Por hacer un ejercicio de memoria – “deberes” impuestos por mi médico de cabecera para que no se haga perezosa mi mente-, diré sus nombres: Tomás, Fabián y Oscar –mi pelirrojo-, sin dejar en la retaguardia al simpático Matias, el perro fiel guardián de Rocío, un chuchillo que tiempo atrás erraba solitario por las calles en busca de algo que comer, abandonado por el más cruel de los abandonos: el de su madre. No siempre la vida se pinta con tonos de color de rosa, pues hasta un pobre perro sufre de las burlas de un despiadado destino que cuando lo dibuja así, no desea hablar con el lenguaje del amor. Matías tuvo la dicha de que la suerte le sonriera cuando Rocío lo encontró perdido en la calle. Yo le digo, como si me fuese a entender, que ya quisieran muchas personas vivir una vida de perro como la suya, que vive caliente al abrigo de una familia que le quiere, cuida y protege.
Cuando llegamos a los lindes de mi edad, en donde la actividad física deja paso a una relativa inactividad provocada por incómodos dolores que limitan nuestros movimientos, necesitamos alimentarnos de la rutina con actividades tranquilas que no alteren el intelecto ni nuestro funcionamiento orgánico; el automatismo evita desajustar las emociones, de lo contrario, pudieran ocasionar un revés a nuestra salud alterando la necesaria rutina.
Recuerdo que cuando éramos inquietos jóvenes, nos dolía la cabeza debido a las preocupaciones del trabajo. También nos dolía el estómago por los atracones de comida a los que nos sometíamos –gracias a que un almax lo solucionaba todo-, o nos dolían los huesos porque dentro de nuestro torrente de actividades dedicábamos un pequeño considerable al deporte, sin la precaución de entrenar lo suficiente como para aguantar una jornada deportiva exagerada, que tarde o temprano desembocaba en agujetas distribuidas por todo el armazón muscular.
Ahora, el dolor de huesos es asiduo a nuestras molestias. Hay una atonía generalizada porque los músculos no tienen fuerza. El dolor de estómago abrasa nuestro esófago con reflujos, no permitiéndonos disfrutar de la comida. Y el único deporte al que sometemos a nuestro cuerpo es el de levantarnos del incómodo sillón, o salir de la ducha sin tropezar y caernos, pidiendo a Dios que contemple nuestros ruegos de protección para evitar una caída que quiebre el frágil esqueleto que nos sustenta. Aún así, esos dolores son secundarios al dolor del alma, de la desidia, del abandono y del desamor, pero yo, espléndido en emociones, suplo ese padecimiento con la alegría que supone acudir al parque para encontrarme con esa familia, que aunque tarde Dios me ha querido otorgar: Rocío, los niños, Oscar, Matías, y, por supuesto, mis palomas.
Los viejos, según las malas lenguas, tenemos la lengua suelta, lo que nos da fama de magníficos charlatanes. Somos capaces de recordar nuestro pasado y hablar extensamente de él, no olvidando ni un ápice de lo que supuso como huella de vida que fue. Decidimos guardar el pasado y no el presente, porque rápidamente se hace viejo, como nosotros, con tan solo pensar en él, e involuntariamente almacenamos los momentos intensos que dan vida a nuestra vida. A nuestra edad, el pasado es eterno, y el presente se esfuma con cada respiración que damos, sin poderlo conservar para recordarlo.
Dirán que soy un viejo empedernido, pero no sé por qué hoy, especialmente, me apetece hablar, evocando los instantes más hermosos que Dios me ha regalado. Será porque estoy tranquilo y el sol se está portando bien conmigo. Me siento sereno, a gusto, mi respiración, tras sentarme, es pausada, No me duelen las piernas -debe ser que me estoy volviendo un chavalín, será que mi envoltura de anciano esconde a un muchacho fuerte y joven, justo como antaño lo fui-, y siento mi ánimo henchido.
Noto que Oscar está demasiado quieto, y eso me preocupa; esa actitud no es la que le corresponde a su espíritu inquieto. Debe ser consecuencia de la gripe que días atrás le mantuvo en cama. Apenas se mueve. “¿Pelirrojo, qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¡No será posible que un muchachote como tú esté llorando! No te quiero ver así. ¡Corre a jugar, vamos!” Ese chico es un grandísimo sentimental a pesar de su rebeldía natural. “¡Rocío, el niño no está bien, tenéis que llevarlo al médico cuanto antes! ¿Rocío, me has oído?”
Siento como si en este mismo momento tuviese todo el tiempo del mundo para recordar, para contar las experiencias que han forjado la armadura de mi alma. Me siento fuerte, aquí en mi banco, junto a los míos, con Rocío, aunque tengo que reconocer que hoy está poco habladora y alicaída. Estará cansada, es demasiado peso el que carga sobre sus espaldas, mucha responsabilidad. Respetaré su silencio.
Creo que es hora de dejar de lado los recuerdos para trasladarme a mi presente. Noto que el día está algo tristón; ya dijo el hombre del tiempo que podía llover, pero lo cierto es que no me importa lo más mínimo porque el sol me da un poco de calor, lo suficiente como para no sentir demasiado el frío que me invade por momentos.
Me inquieta ver a Rocío así, falta de vitalidad. Debe tener algún problema, pero es tan prudente que no me lo cuenta, y me da apuro abrazarla pues estamos bosquejados a la antigua usanza, y cualquier aproximación me parecería indebida, y no por falta de ganas, sino por un adecuado respeto hacia la amistad. Hoy no está todo lo bonita que la veo a diario. Se debería tomar unos días de vacaciones. Nos las deberíamos de tomar los dos.
Rocío abraza fuerte a Oscar. Me mira y acaricia mi cara, pero yo no lo siento.
Es raro, no tengo hambre, a pesar de que me haya dado el emparedado. Mi mano no se decide a cogerlo. Será que tengo el estómago saciado y no necesito merendar. Cierto es que he comido más patatas de las que debía a la hora de comer, y es que estaban de muerte. Ésta Marta se supera día a día en sus dotes culinarias. Mañana se lo diré, le gustará ser reconocida.
Me cuesta moverme, pero no me duele nada. No estoy cansado y mi mente fluye con una rapidez pasmosa: ya decía yo que tanto dominó tenía que surtir efecto alguna vez.
¿Por qué nadie me oye? ¿Por qué mi pelirrojo llora cuando me mira? ¿Quién se ha llevado las risas, el llanto y las palabras del parque? ¿Si estoy en el banco, por qué siento que no estoy?
Es curioso, una vez Oscar dijo algo bien hermoso, y es que cuando yo me fuera al cielo me seguirían mis fieles palomas para que el vuelo fuera acompañado y no me sintiera solo. ¡Parece que ya me he ido porque estoy rodeado de todas ellas! Qué mala suerte, no sé dónde he puesto su ración de pan. Es extraño, siento que se comunican conmigo, como si quisieran decirme algo. Todo esto es muy misterioso, y a mi el misterio no me gusta. ¡Que alguien me diga qué es lo que me está pasando!
——–
Cierta persona me dijo en una ocasión que al morir evocamos recuerdos para experimentar las sensaciones que dejaron nuestras vivencias. Creo que nos acordamos de aquello que nos marcó favorablemente, y borramos lo que nos resultó negativo, porque Dios, en el cielo, nos permite seguir creyendo en las ilusiones y en aquello que nos aporta felicidad.
Los problemas quedaron atrás, los recuerdos ya pertenecen a lo que viví en mi cuerpo, y mi futuro ya no es ir al cielo, porque he llegado a él.
Esa tarde fue el último paseo por el sendero de mi vida. Mi cuerpo murió en el lugar donde encontró la felicidad, en el parque de La Rosaleda, rodeado de quienes tanto amor me dieron: Rocío, los niños y las palomas.
Cuando mi corazón se olvidó de latir, dejaron de vivir muchas ilusiones y sueños, emigraron del parque cientos de palomas, y dejaron de lanzarse coches de juguete por la rampa que llegaba a mi banco, porque ya no estaba yo para detenerlos. Un vacío inquietante inundó el parque de silencios. Se me olvidó hablar, se me olvidó vivir.
——
Abuela, ¿por qué tuvo que morir “el abuelo”? Ya nada será igual sin él. El banco se quedará triste y yo no tendré a nadie con quien aprender. ¿Qué pasará con las palomas, dejarán al abuelo en el cielo para seguir viniendo a la tierra? Ya no están, no las veo. ¿Se han ido con él?
Oscar, cariño mío, cuando somos viejos debemos hacer la maleta llenándola con aquellas cosas bonitas que aprendimos, para subir a un hotel que hay en el cielo en el que todo es hermoso.
Él se ha marchado antes para esperarme, porque cuando las personas se quieren, se aman aún más en el lugar donde él está, en el cielo, y el banco seguirá siempre ocupado porque una parte de su esencia no se irá jamás, y además tú ocuparás su sitio porque él te enseñó a cuidarlo y respetarlo. Por tanto, ese banco te necesita a ti.
Las palomas se marcharon con “el abuelo” para guiar su vuelo, como tú les pediste, pero vendrán otras y nosotros las cuidaremos para que él, desde la especial ventana de su habitación celestial, esté tranquilo y pueda descansar en paz, como se merece. Los años cansan nuestro cuerpo y él estaba demasiado cansado.
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Un vuelo rasante de palomas se hizo notar. Oscar abrió la bolsa del abuelo y sacó las migas de pan. La presencia del abuelo estaba ahí, soplando con aire intenso para que todas las migajas se repartieran por partes iguales, y para que Rocío no sintiera el aroma de la soledad.
Su banco, pintado con nombres y corazones, estaba ocupado por el halo de su amor. En él, alguien había escrito: “Este es el banco del abuelo. Cuídalo”.