¿Hemos de padecer obligatoriamente el sufrimiento de una enfermedad por el hecho de tener un cuerpo que llega al mundo con el firme propósito de recorrer su camino vital?
¿Nacemos arropados por el calor de la salud –supuestamente-, para morir en la triste y cruel compañía de la enfermedad?
Por normal general, los humanos no estamos exentos de padecer una dolencia a lo largo de nuestro ciclo existencial. El cuerpo se desgasta, se agota, siendo los años quienes aceleran ese proceso de “deterioro”. Es ley de vida. Sufre la carga de “su culpa”, el “castigo de la enfermedad”, y cumple con su cometido: vivir y morir…El cuerpo se instaura como avatar de los problemas que han ido golpeando las puertas de la vida, sufriendo con ellos los daños que han dejado en las bisagras de la seguridad. El envejecimiento es fiel compañero de la enfermedad, la fuerte armadura se amolda a las formas del cuerpo de manera natural. No obstante, la enfermedad se torna cruel cuando se adhiere a los años tempranos de la persona, cuando no debiera asomarse siquiera por sus vidas, cuando solo debiera ser “ésa gran desconocida”.
Hay diversos grados de padecimientos, formas que perfilan las fuerzas con las que hemos de enfrentarnos a las enfermedades, y no siempre son iguales para todos, porque no todos somos iguales. Sentirse “medianamente sano”, estando enfermo, es una actitud que tomaremos dentro de nuestras posibilidades vitales, una opción variable que dependerá de nuestras circunstancias.
Una enfermedad nos hace ser, o sentirnos, frágiles, o, por su contra, proporcionarnos una fortaleza descomunal…Cuando estamos inmersos en el pozo de la enfermedad, pareciéramos ahogarnos, atisbando la cercanía de la salud como sombra lejana, solitaria, que deambula a nuestro alrededor a la espera de adaptarse, o no, a nuestro cuerpo. Lograr “estar bien”, sentirnos tranquilos, es algo que puede, en un momento dado, evaporarse en el intento. El miedo o la esperanza son los grandes comodines en la partida de la enfermedad y la salud. El azar está echado….La patología que se aleja de nuestra expectativa de “mejorar”, borra cualquier percepción de sentirnos “bien”. Intentemos, por ello, enfocar bien la lente de nuestras posibilidades para sentirnos “medianamente pasables”, logrando que ésa sensación única aminore los síntomas desapacibles que van de la mano de la enfermedad.
No por sufrir una enfermedad deben nuestro cuerpo y mente enfermar aún más. Sumar enfermedad a la “ya” establecida enfermedad, se erige como una cadena de eslabones perdidos que no encajarán jamás dentro de la ansiada salud.
“Tengo una enfermedad y, aunque mi cuerpo sufra con ella, no me siento enfermo. Sé que lo estoy, pero intenta NO recordármelo más de lo necesario, porque así podré vivir con ella y con la luz de mi salud”.
Una cosa es saberse enfermo, y otra que te lo recuerden continuamente. Una persona con “poca salud” no quiere centrar su vida alrededor de la sombra del amargo sabor de las patologías. Hay más vida que compartir que una triste y cruel enfermedad que quiere hacerse única protagonista.
“Háblame de la vida, de tus problemas, de tus alegrías, de tus ilusiones, y no solo hables de mi enfermedad. Mírame, ¡estoy vivo!”.
Personalmente soy testigo único de la actitud sana que adoptan las personas que se acompañan de una determinada enfermedad. Ellas me acercan al optimismo frente a lo que pudiera llevarse con la guía de patrones de conducta negativos. Situaciones extremadamente limitantes, incapacitantes, se asumen en el día a día con valentía y firmeza, con la imperiosa necesidad de luchar por vivir dignamente, desatando los nudos que ahogan posibles penas, desolación, y apaciguando con serenidad sus dolores. He visto sonrisas tranquilas que acompañaban el recorrido inquieto de una lagrima…
”Necesito llorar, pero también quiero sonreír”…
He sido, y soy, discípula de personas que me aportan sus ejemplares enseñanzas de vida, son “maestros” hirientes de una enfermedad terminal, o crónica, que saben cómo vivir a la vera de su realidad. Exprimen el zumo de la vida gota a gota, aprovechando los momentos en donde una sonrisa endulza lo que puede ser un solo instante. Consuelan a quienes están desconsolados frente a problemas que resultan nimios, y animan a quienes no son capaces de animarles. Su cuerpo se arropa con la «debilidad», pero su espíritu se engrandece con la fuerza de su superación.
La valentía de todos ellos es quien reafirma su fuerza interior, y no la inseguridad que les pueda proporcionar la enfermedad.
A todos vosotros, amigos del alma, quiero daros las gracias por cuanto me enseñáis a diario, y por cómo me acercáis a la luz de la enfermedad, en vez de a su oscuridad…