La mente es el almacén que cobija el sentimiento del rencor, ése látigo con el que nuestra conciencia castiga a cuantos cree deber castigar. Hay quienes almacenan aversión de manera trivial: rencor moderado. Hay otros, sin embargo, que lo izan a categoría de odio en toda regla.
Lo cierto es que el ser humano se equivoca a lo largo de su vida, y lo hace porque no conoce la sabiduría de la experiencia, la perfección en el inicio y fin de la práctica de hechos cotidianos. Desconocemos las señales que se asoman por la vida confundiéndonos, frente a la ignorancia en el actuar, con nosotros mismos y con quienes no queremos lastimar; y, reiteradamente “algo hacemos mal”…”volvemos a pecar con ignorante culpabilidad”: nuestro verdugo así lo decide.
En esta sociedad de fidelidades entre lo que es el bien y el mal, hay quienes que se esconden detrás de una máscara fisgona, crítica y mezquina que estiman un juicio barato ante una determinada acción del prójimo, creyendo, por el mero hecho de pensarlo, que tiene el derecho a juzgar avalado por el dictamen de la falsa moral, la que establece una sentencia bajo el prisma de sus creencias personales, y en la mayoría de los casos errónea; y así, “el pecador” no es absuelto jamás…”Que el “pecador” cumpla su condena dentro del marco de la absoluta inocencia”.
Se puede considerar a alguien pecador de por vida porque en el pasado no se comportó como los demás hubiesen querido que manejara sus acciones. Mal porque uno no se esmeraba para ser buen estudiante y sacar unos máximos rendimientos. Porque no se tiraban semillas por el supuesto caminito recto. Porque se vestía inadecuadamente, según los cánones con los que vestía la sociedad. Porque se fumaba a una edad prohibida y después se continuaba fumando. Porque se recurrían a los “tacos” para descargar una rabia contenida en una conversación. Porque no se acababa de ajustarse a patrones delimitados de una determinada época. Porque había quienes no iban a misa los domingos, siendo “pecadores de primera línea”, aunque bien pudieran no pecar como muchos de los que decían escuchar las palabras del sacerdote. Por el contrario, y sin que nadie les viese, comulgaban a diario con su nobleza y su generosidad. Porque no se regaban los oídos a nadie escatimando en comentarios que el de enfrente “necesitaba” escuchar. Por todas estas “faltas no cometidas” había quienes se dedicaban a criticar alegremente enfundados en un insostenible rencor.
Al final, si se hacía lo políticamente correcto, estaba mal. Si se hacía como algunos querían, que no como se necesitaba, también era mal visto. Si eras tal y como se quería ser, decían que se estaba fingiendo, y si se optaba por el silencio, resultaba que se pretendían ocultar detalles inconfesables. Si se hablaba, se malinterpretaban las palabras…Y todo eso hacía poso, dejando pigmentadas escenas de sutil odio. Se era joven, y se erraba; se era adolescente, y se le criticaba. Se era niño, y no se estaba a la altura del resto de niños. Y ahora se es mayor y también se sigue enjuiciando por lo que sea.
Estimo que el aburrimiento y el hastío son los encadenantes del recuerdo de la existencia del rencor. Se prescinde de rebuscar en uno mismo para no encontrarse demasiados defectos, y se buscan maldades en el que está cerca; seguro que ahí si que hay basura para ser expuesta ante los ojos de los demás, ante oídos que solo escuchan lo que quieren.
La persona que anide rencor en su mente o su corazón, no encontrará la calma que da la aceptación; posiblemente se exigirá demasiado así mismo y no sabrá ver las bondades en los otros.
Quien esté libre de culpas que tire la primera piedra.