Nuestros impulsos, frente a las situaciones cotidianas de la vida, las que surgen a diario en nuestros diferentes espacios vitales (familiares, de amistad, trabajo, etc), pueden jugarnos malas pasadas. Demasiadas, diría yo…
No damos tiempo ni relax a un pensamiento que activa la fuerza de las intenciones, por muy equivocados que estemos, y lo hacemos con prisas, sin procesar aquello que vamos a hacer, o decir. Nos dejamos llevar por la inconsciencia, por la inercia del momento, por la intensidad de nuestro sentimiento, y, en muchos casos, sin reparar en el qué “saldrá” por una boca que no conoce la aventurada imprudencia.
A veces es el “no poder más”, lo vulgarmente conocemos con el “estallido”, lo que nos provoca a actuar de esta manera, sin poder frenar lo que sentimos. No hay quien nos baje de ésa sensación si nos inunda el dichoso agobio de querer solucionar “ya” aquello que aprisiona la serenidad.
Y surge el «arrepentimiento» espontáneo cuando la tempestad ha pasado. Es inevitable, y más cuando creemos “haber metido la pata» en nuestro proceder, y quizá pensemos que ya está todo perdido, que hemos dado un paso atrás…
No es así…Siempre, o casi siempre, hay calor para ese frío imprevisible de la inercia mal llevada.
Somos humanos, no lo olvidemos. A todos nos pasa, o ha surgido de pronto, una situación así…Ese impulso, a posteriori, nos hace plantearnos cuestiones que ayudarán a frenar nuestros «descabalados ímpetus».
Darnos cuenta de ello nos beneficiará…Activar serenas pautas nos ayudará.