“MI PRINCESA SARA”
Siempre he creído en los cuentos, en aquellos que adormecían mis sueños. Me ha gustado adentrarme en el mundo de la imaginación para encontrar otros mundos que dieran vida al mío propio. Sin ser fantasiosa, creía en las posibilidades de fantasear sobre lo que la realidad escondía, o acerca de lo que no pudiendo existir en mi entorno, se asomaba por la inventiva de lo aparentemente “real”.
He sido una persona “avispada”, con el aguijón a punto para clavarlo en mí objetivo. Niña inquieta, adolescente hábilmente manipuladora, primera en la lista de clase y delegada oficial del curso por méritos propios.
Buena deportista: las canchas jamás se me han resistido y he encestado pelotas que sumaban puntos a mi equipo; una pívot, como yo, llega donde los demás se quedan cortos.
Mi rol de “líder” sensato de la pandilla, actúa como moderador en las patrañas entre los chicos y chicas. ¡A!, que no se me olvide, soy quien facilita las fotocopias de los apuntes de Historia del Arte -mecanografiados por mi misma- a toda la clase, y encima a precio módico; regatear con lo que se relacione con la inteligencia me parece tonto, y como no se me da nada mal hacer esquemas y resúmenes, cedo gustosa ante la “plebe”. Modestia me sobra y encanto, también.
Me gusta dar la cara, con cierta imparcialidad, por quienes solo saben dar la espalda, porque enseñar su rostro les acompleja o no les da seguridad.
No quiero obviar que soy cinturón marrón de Judo, y ahí me he quedé. Lo bueno de esa clase era que el profesor, Mario, una pobre “ovejita” entre tanta loba. Era dueño de un esqueleto ejemplar, con unos huesos y músculos magistralmente distribuidos de cabeza a pies. Yo creo que me enamoré de la anatomía humana aprendiendo judo…
Me fascina la lectura: soy una intrusa cómplice de las novelas policíacas, e intento quitar protagonismo al protagonista, y más si es alguien a quien igualarme. Me adentro tanto en la historia que me la creo y participo de ella con mi mente imaginativa. Me enseñaron a leer desde niña, y ahora devoro los libros haciendo una crítica constructiva, dependiendo de la temática que haya elegido, según el estado anímico en el que me encuentre ese día: Leyes, Amor, Crimen y Misterio.
La justicia, en la vida real, o la que puedo ver en los libros, se ajusta a mis principios. La carrera de Derecho no se me torcerá, y estoy segura de que pondré mi granito de arena, por ridículo que sea, en esta sociedad tan carente de moralidad y humanidad. Mis amigas dicen que pretendo comerme el mundo pero lo cierto es que me da miedo que él me coma a mi al encararme, si hace falta y con respeto, si creo que es justo dar la cara por algo en lo que creo y que puede beneficiar a alguien.
Reconozco, humildemente, o por lo menos eso es lo que dice mi abuela, que soy “mona”, más bien resultona, y no me importa decirlo, pero esa es otra de las muchas cualidades que, si no fuera por mis padres, abuelos o tatarabuelos, no hubiera sido posible ni con ocho capas de maquillaje.
He sido una privilegiada al tener más que suficiente en todos los aspectos: materiales, afectivos y de amistad. Desde mi infancia hasta mi adolescencia, me he considerado una persona feliz, y no alguien que se ha beneficiado de momentos puntualmente felices, ya que cada rincón de mi vida, normalmente, estuvo repleto de alegría. Según mi madre -que me adora y ve en mi más de lo que en verdad soy-, desarrollé mi optimismo en el vientre materno y lo paladeé al ir creciendo.
Pero llegados a este punto, en el que os muestro una vida estupenda, creo que debo darme una pausa para contar algo que indujo a mi destino a tomar una dirección no demasiado grata. Yo me limité a seguirlo porque así lo debía estar asignado de antemano. Todo empezó un sábado, justo el día que yo cumplía 18 años.
Mi fiesta, en la que celebraba el salto a la “sensata madurez”-la de los 18 años-, estaba totalmente preparada, sin dejar un solo detalle por apuntalar. Duraría hasta las 6 de la madrugada, en donde dejaríamos de bailar para ir a tomar chocolate con churros a San Tomé, un bar que hay cerca de casa, y del que es dueño Tomé, un encanto de persona al que conozco hace muchos años. Coloquialmente le llamamos “Santo Tomé” –como se llama su local- porque tiene la bondad de levantarse de buena mañana para que los chicos noctámbulos, como nosotros, podamos desayunar calentito a esas horas de la mañana. Siempre que voy, lo hago medio dormida, y con el cuerpo desecho de tanto bailar. Tomé siempre me dice con cariño <<¡María, que no me entere yo que has bebido!>>, y yo le respondo <<Estoy borracha, pero de sueño. El alcohol y yo no nos hablamos, tranquilo>> Da gusto tener cerca a personas como él.
Llevábamos organizando la gran juerga durante meses, y cada problema que surgía lo resolvíamos con un parche de buena intención, para que no se nos rompiera ninguna quimera; en eso éramos unos auténticos magos del equilibrio, con los trucos de las cartas del convencimiento, para que nuestros padres no pusieran ni una sola pega a la fiesta. Yo les argumentaba:<<Todo va a ir fenomenal. Luego nos trae la madre de Ruth, o nos cogemos un Bus que me deja en casa. No voy a beber. La discoteca es super chula, con muy buen ambiente. Somos todos amigos, etc>>. Hasta yo misma me auto convencía de aquello que era poco ortodoxo, pero nada me podía detener porque ¡era mi fiesta!
Lo cierto es que a mis padres no les iba a engañar, ni lo pretendía, y todo lo que tenía en mente lo haría bajo su complacencia. Confiaban en mí, y motivos tenían para ello; en casa no nos hacía falta inventarnos mentiras para creernos.
Una estela que ha marcado mi rumbo a seguir es mi familia: soy consciente de que siendo rica en amigos he sido, aún más, poderosa en cariño familiar. Toda una privilegiada por ser hija única, nieta única y reina de la casa, no ejerciendo un poder de exclusividad y compartiendo lo mejor con quienes me coronaban a diario.
No me ha gustado nunca el despotismo, y ser generosa es lo que alarga la vida de mi corazón.
Cuando adquirí cierta -que no total-, razón, para entender con lógica, correspondí a mis padres con el cariño y dedicación que ellos me dieron. Me han regalado lo mejor de sí como es su tiempo, su vida, sus ilusiones, sus horas de trabajo, sus ahorros, para que yo me realizase como persona con un alto precio material –no es que seamos pobres, pero tampoco ricos, pertenecemos a la clase media tirando por lo bajillo- y una “baja” tasa afectiva, no menos valiosa, puesto que quien la pagaba era quien se vendía más barato: unos inmensos corazones. Y luego dicen que yo soy buena, ¡como no he de serlo si siempre les he tenido como modelo a seguir!
Y llegó mi gran día, mi “puesta de largo”, la fiesta con la que sueñan cientos de chicas; en mi caso el vestido sería sustituido por unos pantalones azules, con un cinturón super chulo, y una blusa blanca con vuelos en las mangas y en el cuello: regalo de los abuelos. Los trajes largos son parte del protocolario mundo de las princesas, y a mi no me llegó el Príncipe que me convirtiera en Princesa, aunque en casa fuese toda una Reina.
Bromas aparte, gracias a Dios no pertenezco a la Alta Sociedad, y con ser yo misma tengo más que suficiente.
Mis padres convocaron, en una comida familiar, a mis amigos: Mariola, Carlos, Marisol, Lula, Antonio y Luis. “La pandi”, y de ellos reconozco que Luis siempre ha sido mi gran amor, un amor salpicado de inocente pasión.
La fiesta fue perfecta. Mamá hizo una lasaña insuperable, propia del mejor chef italiano. Ella siempre se ha puesto el listón culinario muy alto, y si es para dedicármelo a mí aún se esfuerza más para que la cata deje buen sabor en el paladar.
La abuela, con su cámara de fotos nos “retrató” para dar fe de mis 18 años. El abuelo, como siempre, me dedicó unas palabras en forma de verso original:
María cumple años
María ya es mayor
María cumple años
Dios mío, qué temor
Cuando finalizó de recitarlo, me dirigió una pícara sonrisa esperando mi aceptación. Aplaudí, y también lloré, porque sabía el esfuerzo que le suponía pensar de esa forma, y más con una emoción contenida.
Mis amigos, sin moderación, le silbaron y vitorearon como si estuvieran en un concierto de música, y con su actitud ruborizaron al abuelo, al par que le dieron ánimos para que recitara otro versito. Este abuelo mío es todo un “crack”, único. Le gustaron los vítores de los chicos, y éstos, metidos en materia, no pararon de repetir: <<¡Bien!. ¡Otra!. ¡Más!>>
Mis padres, en segunda fila, sonreían ante tal explosión de alegría. Todos nos aunamos en aplaudirle. Se que mi abuelo triunfó para que yo triunfara también, porque era mi día, y me lo dedicaba, algo que solo saben hacer, de ese modo, los abuelos.
Mis padres se buscaron una excusa para dejarnos solos: el cine era la mejor opción, y hábilmente dieron espacio a mí recién estrenada edad.
La abuela se atrincheró en su habitación revisando las fotos que había tomado durante la comida. El abuelo sustituyó su media hora de siesta por una Real Guardia, como si se tratase del más profesional de los Carabinieri, para que todo estuviese en orden y los chicos no se pasaran de la raya <<No se puede fiar uno de las revolucionadas hormonas de estos muchachos>>.
En una de sus intrusiones a la cocina, coincidiendo con que Marisol y Lula estaban bebiendo agua, les dijo: <<Las chicas sois pobres inocentes bajo las garras de los feroces hombres, y si éstos tienen hambre, os devoraran. Cuidadito con los que se cubren con piel de oveja>>
Mis amigas se morían de risa con sus ocurrencias, y le abrazaban como si de su abuelo se tratase.
Ya, para rematar la faena, y confabulado con ellas, les regaló un último versito que me dedicó en exclusiva:
María, que es todo un primor,
No tiene ni idea de lo que es el amor.
…Y se quedó tan tranquilo.
No he conocido jamás a alguien como él, con una ternura que encandila. Es un amor, en toda la extensión de la palabra, salvo cuando saca su genio con la pobre abuela que, con los despistes propios de la edad, y su olvidadiza memoria, encoleriza el poco aguante que le queda. Estoy convencida de que esas situaciones les han unido aún más. Mamá siempre dice de ellos que, estando juntos no pueden vivir, pero que separados mueren.
Pensándolo bien, el abuelo tenía razón con que los hombres entraban directamente “a matar”, pero reconozco que no me hubiese importado ser “estocada” por Luis, todo un caballero, tal vez mi príncipe… Yo creía que los buenos “manjares”, como él, necesitaban de tiempo para una buena cocción por ser bocado exquisito, y tenía claro que mi”primera vez” debía ser especial, aunque mis amigas dijesen lo contrario, por haber rejoneado a algún chico bravío diciendo que <<la faena salió bien, consiguiendo las dos orejas y el rabo>>, con perdón. Estaría bien mirar, por el espejo de la imaginación, cuántos cuernos tienen las pobres, o mejor dicho, los pobres…
Se metían conmigo porque me gustaba encender la luz de mi “azotea”, para no acabar en un sótano oscuro en el que las dudas me culpasen de algo a lo que podía haber puesto freno a tiempo. Ellas, unas cabras locas, y yo alguien demasiado prudente, no teníamos ningún desperdicio.
Había decidido que a la hora de elegir a mi chico debería hacerlo con la libertad que siempre ha estado presente en mi cabeza, para no acabar siendo una pobre mujer infeliz, intentando ser feliz, dentro de una vida mediocre.
Y bien, mi mundo era “perfecto”, como el de “La Princesa Sara”, el cuento que me leía mi padre todas las noches cuando era pequeña. Con su moraleja supe entender la base de lo que se podía considerar como bueno, o malo, dentro de una existencia digna.
Sara, la Princesa, residía en el mejor de los Palacios, rodeada de exquisitos manjares, maravillosas joyas y vestida con trajes de seda bordados con hilos de oro.
Sus aposentos, al igual que sus horas, eran eternos. Todo lo que la rodeaba era perfecto, o al menos eso creía -quizá se lo hicieron pensar así-, pero su mundo interno, el exclusivo de ella, no era todo lo ideal que pretendía, pues era imperfecto, solitario y oscuro, por mucha envoltura material que le hicieran creer tener. Su desmesurado poder, y mandato, no le permitían espacio para compartir su vida con quienes a ella le hubiese gustado. Sus tutores la enseñaron idiomas, economía, protocolo, pero se les olvidó la asignatura que hablaba de amar, de compartir, y tan solo un espectacular espejo de grandes dimensiones le mostraba lo pequeña que era en realidad.
La Princesa Sara no supo huir de su mundo y quedó atrapada en las redes de su pobre riqueza material. Dios mío, nadie sabe lo que he llegado a llorar por ella, como si existiera en mi mente, en mi vida, en mi corazón.
Ese era mi cuento preferido, y además tenía la suerte de compartirlo con mi padre, quien al cerrar el libro comentaba conmigo las sensaciones que evocaba mi pensamiento. Me resultaba curioso cómo mi percepción variaba dependiendo del día que había tenido.
Papá me susurraba al oído: <<María, tú serás feliz porque en ti no habrá soledad. Buscarás a personas que te acompañen y harás un mundo que, aunque imperfecto, te resultará bueno, pero no te olvides de lo más importante…>> Y yo le respondía <<Rodearme de amor>>.
Mi padre siempre ha sido un sabio, aunque no reconocido por los demás, pero sí por mi madre y por mí. Él no ha podido enseñarme matemáticas, ni inglés, ni física, porque los estudios que aprendió fueron los de la vida, los de la comunicación con las personas que se subían a su taxi porque he de decir que mi padre, ¡es el mejor taxista del mundo!
Tuve la suerte de instruirme con él, con el mensaje de los Cuentos que me leía, una asignatura no impartida en ningún colegio. <<Lo esencial para ser bueno es oír y aprender de lo que se oye>>, me decía tras escuchar la que sin duda era la mejor “clase” del día, aunque se impartiera por la noche, La hora de los Cuentos, la hora mágica, justo cuando buscábamos un tiempo para los dos, una clase que jamás el sueño consiguió arrebatarme.
Y así crecí, transformando mi mundo en un reino de Cuentos endulzados con el néctar de las moralejas, sutil matiz que aplicar en mi vida futura.
Me enseñaron a observar, con prudencia, las señales de la vida para adaptarlas a mi realidad, borrando tonalidades que no aportaran ningún color en mi aprendizaje, pero aún así siempre supe aplicar, gracias a mi propia paleta de mezclas, cómo pintar la ilusión y aclarar el desengaño o la frustración. Mi vida era un lienzo en el que solo tenía que plasmar las sensaciones que sentía: paisajes, marinas, abstractos, bodegones…
He de agradecer a mis padres que no me envolvieran entre algodones, permitiéndome de esa forma valorar lo que me rodeaba, y vivir, ya fuese debajo de un puente o encima de una montaña, a la intemperie, si en ambos casos sabía cargar correctamente la mochila de la vida con los valores básicos para recorrer un mundo en el que las fronteras las limitaría yo.
Por todo ello, como si contase un Cuento más de los muchos que me han enseñado, expongo lo que supone una vida como la mía, regalada para ser vivida dignamente y con valentía: me la dieron al nacer y se irá cuando yo me vaya.
Alguien dijo una vez que escribir un Diario no sirve de nada porque todos los acontecimientos vividos quedan archivados en nuestra memoria, y creo que no falta razón, pero desde mi personal experiencia, animo a que esos recuerdos se plasmen en unas cuartillas con el objeto de recoger su esencia para leer y “borrar”, de ellas, lo que no queramos archivar pero sí dejar constancia de que existieron. De cada situación vivida se aprende algo, por mucho dolor que nos cause, y creo que no debemos suprimir las emociones que pinten nuestros sentimientos.
Desde el prisma de los veinte años, los que tengo ahora, y después de estar sumergida en continuas pesadillas físicas y mentales durante dos años, percibo la vida como una Esfera de Cristal, en donde todo empieza y acaba en el mismo punto referencial: La Vida y la Muerte, la Niñez y la Niñez Adulta (la Vejez), la Luz y la Oscuridad; una Esfera de frágil consistencia que se puede romper en cualquier momento, haciéndose añicos -en esa rotura-, un sinfín de sueños aún por cumplir.
No obstante, la vida traicionera puede convertirse en amiga cuando nos encontramos -frente a ese cúmulo de cristales, o sueños rotos-, con personas que supondrán un importante adhesivo que selle nuestros miedos, algo de lo que puedo dar fe por haberlo vivido en primera persona.
Confieso que no creo en las casualidades, pienso que los acontecimientos vienen originados por nuestros actos, e intuyo que todo está escrito en el Libro de la Vida, aquel que envolvemos con el forro de la experiencia, aquel en el que las páginas avanzan a medida que caminamos nosotros siendo su Narrador ese Dios que nos creó. Pero, con este indicador existencial, tengo que reconocer que casualidad, o no, fue una eventualidad mágica que apareciese “ella”, mi amiga, en un momento crucial. Su nombre es Sara, como la princesa de mi cuento. ¿Casualidad? No sé, a veces la ficción supera a la realidad.
Las emociones paralizan las palabras que escribo en las páginas del diario que acompaña a mis recuerdos, pero tengo que seguir escribiendo para no olvidar lo que me cuesta evocar, para saber que he vivido intensamente dando la cara a la adversidad con valentía…
Os lo quiero contar no sin antes deciros que me miréis desde la valentía y la fuerza, no desde la triste pena.
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…Y por fin cumplí mis 18 años. Quién me iba decir todo lo que me iba a ocurrir.
El abuelo se durmió al llegar la noche. El reloj marcaba las diez. La abuela, delante de la televisión, hizo también lo propio y se recostó placidamente en su mecedora. Mis amigos y yo terminamos de escuchar música, con la barriga llena de las palomitas que nos hizo el abuelo que, por evitar decirle que “no” dijimos que “sí” a una legión de molestos gases.
Ya cuando estábamos en la puerta, con los abrigos puestos, la abuela se levantó para despedirnos, y de paso hacernos unas cuantas fotos. Yo aproveché la ocasión y me situé al lado de Luis, quien en un acto de ¿amistad? me cogió de la mano transportándome de inmediato al cielo de los enamorados. Nunca se lo había dicho, pero lo cierto es que le quería a rabiar, con una profundidad impropia de mi edad, con un amor demasiado intenso. Él tampoco llegó a confesarme su amor, pero nuestras miradas ya se decían lo que éramos incapaces de decirnos. El deseo, en el momento de soplar las velas de la tarta, fue que siempre estuviese a mi lado abrazándome eternamente.
En esa foto quedó constancia de un amor sellado en nuestras manos entrelazadas.
Luis estaba pletórico, y no era para menos porque dos meses atrás aprobó el carné de conducir, por lo que utilizaba su propio coche, bueno el que compartía con sus hermanos mayores.
Me gustaba su serenidad frente a un volante, quizá demasiado lento, pero muy seguro. Mi amigo Antonio era todo lo contrario. Aceleraba el acelerador para acelerar su tiempo, y siempre lo hacía sin medida. No sabía frenar sus impulsos.
Como algo habitual, Antonio, el día de mi cumpleaños estuvo bebiendo ginebra, una vez que mis padres se marcharon. Se trajo la botella de su casa e intentó compartirla con nosotros de manera insistente, sin conseguirlo. Si no se respetaba a él mismo, cómo iba a respetar a sus amigos. Además fardaba de lo que le hacía falta: madurez lógica de los años puesto que tenía dos más que todos nosotros.
Carlos, su colega, se lo recriminó y le hizo ver que no podía seguir haciendo trizas su vida bebiendo de esa manera porque se la estaba consumiendo a cada sorbo que daba.
Me acuerdo que yo misma, intentando serenar los ánimos para tamizar el mal ambiente, le quité la botella aclarándole, de buenas maneras, que en mi casa no se bebía, y que si quería hacerlo se fuese a la calle. Se quedó, y no le quedó otra que acatar mis normas.
En el garaje nos distribuimos en dos coches.
Carlos no quiso dejar solo a Antonio, y más en las condiciones en las que iba, y se fue con él. El resto hicimos lo propio con Luis.
Estoy convencida de que si Carlos hubiese tenido el carné de conducir, habría cogido el coche para evitar que Antonio condujera en ese estado, pero la suerte, una vez más, estaba echada para todos…
Luis, en una última intentona, le indicó que no cogiera el coche y que él podía hacer perfectamente dos viajes hasta la discoteca. Antonio se rió del comentario y echándole un beso con la mano, a modo de burla, se metió en el coche. La cara de Carlos hablaba por sí sola.
A día de hoy he entendido que la amistad que merece la pena se afianza si sabemos decir NO, porque de esa forma no daña y ayuda. Decir SI, normalmente es fácil, y por desgracia los aprendizajes cuando somos jóvenes, llegan demasiado tarde, o no los sabemos entender.
Puestos en marcha los motores, comenzamos a avanzar, pero Antonio, con sus habituales bromas, se acercó demasiado a nosotros para hacerse el gracioso. Carlos le chilló intentando controlar el volante, pero Antonio, cegado por la inconsciencia, no vio lo que se le vino encima: un camión que circulaba en dirección correcta. El coche de Antonio se vino contra nosotros de rebote con el choque del camión, y ocurrió lo peor.
Lo único que sé es que en ese instante la mente se me borró y el pensamiento dejó de pensar…
Recuerdo, como si fuera hoy, cuando desperté en el hospital. Conservo algunas imágenes confusas esparcidas por mi cabeza justo antes del accidente, cuando me senté en el asiento del copiloto, con Luis. Pienso que los recuerdos me jugaron una mala pasada y se olvidaron de mí.
En ese “primer despertar”, no entendía nada de lo que estaba sucediendo, era como una película ajena a mí, como si la situación no fuera conmigo. Estaba metida en una cama sin más, sin saber absolutamente nada. ¿Estaría dentro de una pesadilla, quizá?
Sentí suavemente una caricia sobre mi mano: mi madre me estaba acariciando, y, entre sombras pude verla, con su cabeza recostada sobre esa cama que, desde luego, no era la mía. Me tranquilicé un poco porque ella siempre estaba a mi lado, y más aún cuando la necesitaba, lo que me hacía intuir que en ese instante la debía de necesitar mucho para que estuviese ahí, quieta, alicaída, sin esos nervios que la caracterizan.
Desde que era pequeña, mi madre, a modo de juego, me enseñó a hablar con un lenguaje especial en el que atrapar las emociones sin la necesidad de hablar, y eso nos permitió compartir silencios que comunicaban sin palabras. Pero en ese extraño lugar me resultaba difícil interpretarlos, es más, ¡necesitaba hablarla y que ella me respondiera!
En un sofá, vi a la abuela, con los ojos cerrados, como si estuviese dormida. Después me enteré que al abuelo no le dejaron ir porque su corazón no podía aguantar verme en ese estado, y por ello matizaron suavemente mi gravedad. Pero él era demasiado listo como para creerse una mentira semejante; en casa teníamos prohibido mentir, y él no era tonto.
Noté unos tubos que recorrían mi cuerpo: brazo, nariz, sueros, goteros, etc…. La primera reacción fue mover el brazo que tenía libre -el que no estaba sujeto por mi madre-, las piernas, la cabeza. Recuerdo que no tenía dolor alguno, y eso me hizo sospechar que no sería tan malo lo que me sucedía.
Si tenía fobia a los hospitales y a las batas blancas, ¿qué diantre hacía yo ahí? ¿Quién tuvo la mordaz idea de dejarme encima de una cama que no era la mía? ¡Qué alguien me quite este tubo que quiero hablar, quiero chillar, quiero irme de aquí! ¿Estoy muerta o qué?
Como si el pensamiento fuese el único que tuviera libertad, pensé que sería bueno someterme a unas pruebas, yo misma, como hacen en las películas, y eso me hizo pensar en mi nombre, mi edad, mi vida. Quería decirle a mi madre que estaba bien, que no se preocupase por mí. De pronto volví a quedarme dormida.
No se cuánto tiempo tardé en volver a despertar, pero cuando lo hice ya no tenía tantos tubos y me sentí algo más libre. Pude ver a mi padre, de pie, junto a la cama. Mamá ya no estaba.
Me miró con ojos de miedo, pero no dejó de sonreír, algo que me alivió. En ese momento entró mamá por la puerta con una botella de agua debajo del brazo, y un bocadillo ¿para mi? No creo. Al verla, me emocioné y pude decir, muy bajito <<m-a-m-a>>
Al cabo de unos días, algo más despierta, pregunté <<¿Papá, qué pasa?>> Él, como siempre, fue sincero conmigo; sabía que me diría la verdad, por mucho que doliera. Él era mi “Cuenta Cuentos”, el que mejor transmitía el mensaje de la vida, pero ahora era yo la que quería que me contase “un cuento” para saber que lo que me pasaba no era verdad, que todo era una cruel mentira.
Recuerdo, entre lágrimas, la suavidad de sus palabras, sus caricias en mi cara, su mirada que, con dolor, me esquivaba. Fui capaz de oír todo cuanto me decían, al detalle, poco a poco, día tras día, sin recovecos, siendo incapaz de aceptar mi nueva situación, el revés que la vida había hecho conmigo. ¿Qué derecho tenía para hacerme esto? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mis padres? Ellos no se lo merecían.
Hora tras hora, segundo a segundo, negué mi realidad, necesitaba tiempo para aceptar, para asumir lo que el futuro me tenía preparado. El pasado ya no existía y el presente no me importaba lo más mínimo porque mis ojos solo estaban puestos en mi difícil futuro.
Y así empecé el tratamiento: Psicólogos, dolor. Rehabilitación, dolor. Médicos, batas blancas, ¡más dolor!.
Tardé meses en poder asumir que mi particular Esfera de Cristal se había roto haciendo añicos mis recién estrenados 18 años.
Al cabo de una estancia prolongada en el hospital, lo abandoné una tarde, y lo hice guardando sensaciones demasiado intensas que hablarían para mí cuando las necesitase, con miedo, lágrimas, con recuerdos bonitos pintados con cariño y comprensión por parte de todo el personal y de los pacientes que, como yo, necesitaban de toda ese caudal de humanidad – eran nuestros “amigos sanitarios”- para ponerse medianamente bien.
Yo no era la única que estaba mal. Incluso hubo personas que no pudieron salir por las puertas de ese hospital y que dejaron que la muerte les arrebatara la vida allí mismo. No era una víctima de mis circunstancias, más bien una superviviente de ellas.
Las batas blancas emblanquecieron lo que iba a suponer mi vida de ahora en adelante. Me brindaron su ayuda con unas manos limpias, y unas palabras claras, transparentes, aunque duras. No quería volver allí hasta que la herida del alma me cicatrizase –creo que la más difícil de conseguir-, y tendría que dar tiempo a mi tiempo para que se ajustara, mi actual situación, en el rompecabezas de mi cabeza. Solo Dios sabe lo que pasé, y dejé pasar…
Después de salir de ese hospital –la “cuna” que meció mi vida para adormecer a la muerte- me trasladaron a un centro en el que las personas como yo tenían que salir adelante con su problema, un problema que no les había avisado previamente o que no lo habían buscado, solo que el Libro de La Vida lo tenía escrito con tinta de inocencia.
Con esfuerzo, dolores, frustraciones, llantos y miedos, comencé a entender lo que la vida pretendía enseñarme, y eso pudo ser posible gracias a mi compañera de habitación, mi amiga de aventuras frente a la adversidad, todo un ejemplo de fortaleza, amor y superación. Ella, con dos hijos y una familia unida, había quebrado su vida con un accidente que le impidió continuar con el día a día. El amor por los suyos hizo que poco a poco superara esta tragedia con unas ganas de vivir ilimitadas. Sabía que nada ni nadie la podía “paralizar” -de la misma forma que lo estaban sus piernas-, porque tenía un motor que la ayudaba a avanzar: su familia y ella misma, su confianza y su voluntad. Ellos daban su vida con tal de que la suya saliera triunfante.
Una Paraplejia, en el miembro inferior no era motivo para inmovilizar su precioso tiempo. Unas prótesis, que suplieran la ausencia de éstas, resultaron ser una gran fuerza para avanzar por el camino de la vida.
Recuerdo que mientras hacíamos los ejercicios para mantener nuestro equilibrio físico emocional, afianzábamos nuestra seguridad derramando lágrimas y risas porque allí todo estaba permitido, porque quien hablaba era la persona a través de las emociones. Llorábamos por los demás, y nos reíamos de nosotras mismas, todo un logro de superación porque esas risas nos daban fuerza para burlar a la fatalidad.
Jamás olvidaré a todas aquellas personas que compartieron conmigo sonrisas y dolores. Para ellos es este pequeño homenaje, porque son héroes de la vida, protagonistas del mejor de los cuentos reales y Maestros de un coraje arrebatado del miedo.
Sara es el nombre de mi amiga. Ella estará siempre presente en mi corazón, y su luz iluminará mis tinieblas.
Sara, “mi princesa Sara”, aquella que teniendo vida no quiso estar sola, quien me contó el mejor de los cuentos, el que hablaba de amor, de lucha, de confianza y superación. Sus lágrimas y las mías se unieron para dar ilusión a nuestros sueños aún por cumplir.
El alcohol truncó la vida de Antonio y dañó a cada uno de los que en ese día planeábamos ser felices. Ya nunca más viviríamos de la misma forma porque el dolor que se impregnó de angustia se llevó parte de nuestra juventud. Hemos aprendido que el alcohol no es buen compañero, sino un enemigo que puede llevarse, a su antojo, la vida de quien elija para bebérsela sin límites.
Después del accidente tuvieron que amputar una de mis piernas, aquella que no quiso continuar conmigo porque el daño la abatió. Pero mi fuerza interna no permitió mutilar también la esperanza de seguir viviendo con la mirada al frente y el futuro en mis manos. Nada, ni nadie podía detener mi caminar.
Mis padres, como faro de aprendizaje, me enseñaron a vivir buscando reflejos de felicidad en las señales que la vida me mostraba, y a ellos les debo lo que sé, y lo que soy, y gracias a éste sentir la alegría se deja asomar discretamente por la ventana de mi juventud.
El deseo que pedí el día que soplé las 18 velas, se cumplió. Ahora es Luis quien permanece a mi lado dándome su mano para que jamás me encuentre sola, abrazándome para recordarme lo mucho que me quiere y permitirme que mi Esfera de Cristal comience a pegar los sueños rotos.
Creo que no es demasiado tarde como para intentar ponerme ese traje con el que sueñan todas las chicas en su puesta de largo, porque lo verdaderamente principal ya lo tengo, y no es ni más ni menos que mi vida.