LA CASA DE RAQUEL
El pasillo era interminablemente oscuro, y suponía todo un logro atravesarlo, como si el paso al infierno estuviera asegurado al finalizar su recorrido.
El suelo de viejas láminas de madera, crujía al mismo compás que las pisadas de quien se atrevía a atravesarlo, por lo que era mejor cerrar los ojos y tapar los oídos para no sentir un irremediable miedo.
Antonio -el único huésped de la vivienda- sabía que cada mañana se convertía en una proeza cruzar ese “sendero solitario”-el pasillo-, dispuesto para él, siendo inevitable esquivarlo al ser el único vínculo de unión entre las estancias de la casa.
Años atrás, mientras la abuela Raquel, se dirigía a la cocina para “darse su paseito” mañanero, cayó fulminada en el pasillo, y tuvo que ser así porque era el momento de atravesar la puerta de un cielo que la esperaba, o al menos eso era lo que su nieto, Antonio, creía.
Las circunstancias convocaron su muerte en una absurda soledad al no haber nadie más que ella en la vivienda, y la fatalidad, o lo que estaba escrito en las páginas de su vida quiso interpretarlo así.
Ese día su nieto, cumpliendo con su deber profesional, se marchó de buena mañana no sin antes decirla que permaneciera en la cama tranquila, porque Ruth –la mujer que cuidaba de ella hasta el regreso de Antonio- llegaría en pocos minutos, como era habitual, pero esa mañana se retrasó más de la cuenta dejando intranquilo al hombre. No en vano, y ante la insistencia de las llamadas telefónicas de su jefe, no tuvo más remedio que irse.
Y Raquel, mujer independiente, con una fortaleza quebrada por los años, escondió su obediencia y se levantó de la cama con el fin de sentirse libre por lo que fue su feudo, aunque sus pasos -muy pequeños-, y sus ganas de andar -demasiado grandes- no se pusieron de acuerdo y abatieron su vida.
Antonio, quien estaba muy unido a Raquel, la cuidó hasta el último respiro de vida, y cuando ésta “se marchó”, echó de menos su presencia y el modo de de inundar cada rincón del hogar con un cariño y ternura especial.
A pesar de que los años habían pasado, desde ese fatídico día, él seguía teniendo una sensación fría que recorría su piel al atravesar la puerta de la vivienda, como si el espíritu de la abuela no quisiera marcharse del lugar que la vio nacer, “La casa de Raquel”, a expensas de saber que ese pensamiento era del todo ridículo.
Recordaba que durante su infancia, cuando era un niño inquieto y travieso que no se detenía ante nada ni nadie, recorría en un triciclo de color azul aquél interminable pasillo de aventuras, pero ahora, en ausencia de la abuela, era incapaz de atravesarlo, y menos aún cuando estaba en la más absoluta oscuridad de la noche.
Un miedo atroz recorría su columna vertebral, de arriba abajo, si de madrugada sentía la necesidad de ir a la cocina a tomar un vaso de agua, provocándole un temblor frío que le paralizaba. <<Antonio, por Dios, eres un hombre, no un niño, y aquí no pasa nada>>, se decía una y otra vez para calmar su aturdido pensamiento.
Los años habían dejado atrás su infancia trasladándole a una madurez pletórica en trabajo. Cauto, responsable, y sensato, ante todo, algo que no le privaba de perder la razón cuando se hallaba inmerso en la soledad de la noche, en donde los ruidos “ajenos” se adueñaban de todas las estancias del piso, sin tener a alguien con quien compartir la turbación que esto le provocaba.
La abuela Raquel ya no estaba, pero él presentía su luz, como si jamás se hubiese apagado, como si hubiese decidido no alejarse del mundo de los humanos, como si su alma no quisiera abandonar a su pobre nieto dejándole en la soledad de la convivencia.
Nunca se separó de él y fue ella quien le crió <<Qué tonterías, los ruidos que oigo por la noche son las pisadas de las viejas gruñonas que viven en el piso de arriba que, como no pueden conciliar el sueño, “despiertan” a sus muebles trasladándolos de un sitio a otro y limpiando toda la casa a esas extrañas horas de la madrugada. No tengo que darle más vueltas porque me voy a volver loco>>, pensaba Antonio cuando sentía pisadas sin que nadie, en realidad, anduviera por ella. Lo cierto es que jamás se encontró solo …
Un día, desesperado y atemorizado por la sinfonía de ruidos nocturnos que se daban cita en la madrugada, decidió poner fin a tal situación, creyendo que si alquilaba una habitación, con el objeto de que alguien más viviera con él, desaparecerían todos los instrumentos orquestales nocturnos, como eran las pisadas, el crujir de suelos, las luces que se encendían y apagaban sin permiso. En fin, tendría que intentarlo.
“Se alquila habitación. Razón portería”
Inmediatamente después de anunciar el cartel, obtuvo respuesta.
Por la tarde, después de su jornada laboral, entrevistó a las personas que habían solicitado al portero una visita a la casa, pero ninguno de ellos se ajustaba al perfil que buscaba, todo un salpicadero de muestras: <<Demasiado joven, demasiado mayor. Raro. Desagradable. Una “buscona”. Un chico retraído. Un tío triste. ¡Tres personas a la vez! Quiere pagar menos. ¡Y dice que la habitación es espantosa, qué se habrá creído!>>. Un ramillete de personas de perfiles distintos, de modos de vida desiguales…
Hasta que por fin un buen día entró por la puerta lo que iba a suponer su salvación.
El portero, con discreta emoción respaldada por los muchos años compartiendo saludos y vida en sí, le avisó por el telefonillo: <<Don Antonio ¿puede subir una señora? Viene a ver la habitación>>…
La respuesta no se hizo esperar, <<Si, Sebastián, que suba. Pero antes, con discreción, sin que ella se de cuenta, dime, ¿tiene algún parecido a la esperpétinca “tropa” de visitas anteriores?>>.
<<Nada tiene que ver, señor, o al menos eso parece>>.
<<Gracias, Sebastián, ya te contaré cómo termina la gestión>>.
<<Espero y deseo que bien, por usted y por doña Raquel, que le hubiera gustado verle en tan buena compañía como ésta>>, respondió susurrando. <<Entre líneas puedo leer que es bonita la mujer que sube>>
<<Con su permiso, toda una alegría para los ojos, Don Antonio>>.
<<Gracias, los abriré bien, descuida>>.
El timbre de la puerta sonó discretamente, como si no quisiera molestar…
Antonio abrió. Atravesó la portezuela una preciosa mujer joven, de piel blanca y pelo dorado. Sus ojos color violeta, hablaban entre párpados hinchados. Su aspecto mostraba cansancio y sus ojeras lo corroboraban.
La invitó a pasar, pero cohibida, se resistió a hacerlo, como si algo o alguien frenase su intención. Una diminuta sombra, inmóvil y escondidiza, se vislumbraba tras ella como si la mismísima tierra la hubiese atrapado con la cuerda de la vergüenza. Se trataba de una pequeña, de trenzas doradas y graciosas pecas, que alegraban su gesto cohibido.
Su boca muda no pudo responder a Antonio, quien la preguntó por su nombre con la intención de acercar distancias. Finalmente, y empujada por su madre, la niña respondió:<<L- i- a>>.
<<Se llama María Amalia, pero siempre la hemos llamado Lia porque tanto nombre para su diminuto tamaño merecía algo más acorde con ella>>, afirmó la mujer.
<<Un bonito nombre, para alguien también bonito >> respondió.
Después de los consabidos saludos, atravesaron el marco de la puerta. Se quedaron como dos estatuas petrificadas en el recibidor, frente al pasillo, como si sus pies hubiesen decidido parar sus pasos. Algo más decidida, tras ojear el hall, agarró la mano de su hija y, con pasos cortos pasaron al salón. Al fondo había un gran sofá verde, almohadillado por vistosos cojines azules pintados de flores amarillas, haciendo juego con unos estores que cubrían los ventanales de arriba abajo. Impactante, sin lugar a dudas; la impresión que le dio al sentarse, en el viejo mueble, fue como si alguien hubiese puesto empeño en rejuvenecerlo de una herencia de sentida incomodidad.
Tras breve conversación llegaron a un buen acuerdo monetario. Ella se ofreció para cocinar a cambio de que el precio del alquiler bajara unas cuantas monedas, algo a lo que Antonio no hizo demasiados ascos por ser un extranjero dentro su propia cocina, salvo excepciones, como era el dominio del plato precocinado y calentado en el microondas. El resto de aparatos eran ajenos a sus habilidades culinarias.
Así pues, Antonio percibió que los posibles problemas con la mujer, los habituales en una convivencia, no impedirían un equilibrio hogareño, y los que fueran surgiendo sería cuestión de torearlos con el capote adecuado.
Mientras la joven pareja hablaba,”Lia” fisgoneaba cada rincón de la sala tentada por docenas de figuritas de porcelana distribuidas por el salón. Una colección incitante de ser convertida en añicos en cuestión de segundos.
La madre agobiada de que su hija, en un descuido, pudiese originar un caos, la indicó sentarse de nuevo junto a ella, lo que consiguió por unos minutos escasos ya que de nuevo la chiquilla alzó vuelo para asomarse por ese pasillo oscuro que, hechizándola no la permitía atisbar nada.
Y eso fue precisamente lo que llamó su curiosidad: no ver más allá de lo que sus ojos percibían. ¿Qué se escondería al final? Sería cuestión de averiguarlo.
No dudó en descubrirlo, y se adentró en lo que era una aventura para ella. Inició su recorrido, no sin sentir miedo, pero a medida que avanzaba experimentaba una zozobra que atraía poderosamente su curiosidad. Su objetivo era recorrer el pasillo de principio a fin, y nadie se lo iba a impedir.
Cuando había avanzado unos metros, algo insólito ocurrió: la luz, como por arte de magia, se encendió, y la niña con un susto espantoso, gritó. <<¡Mami, mami, yo no he sido y la luz se ha encendido solita!>>.
La madre, apresurada, salió a su encuentro para calmarla; la pequeña asustada buscó cobijo entre los cojines del sillón intentando protegerse del fantasma del miedo.
Antonio, estupefacto, miró la escena intentando restarle importancia <<Tengo que arreglar esas dichosas luces porque les falla la conexión y se encienden a su antojo>>.
Él sabía que algo “diferente” estaba ocurriendo sin su autorización, sin poder controlarlo estoicamente. Quizá fuese un renuncio de su abuela, quien molesta por la intromisión en su casa, no quería que se ocupase la que fuera su habitación, su mundo.
Pero Antonio prefirió no dar vueltas a un absurdo pensamiento ilógico fuera de toda realidad coherente. <<Los fantasmas solo existen en la imaginación de quienes quieren creer en ellos. Mi abuela murió y eso es con lo que me quedo, de lo contrario me volveré loco>>.
La mujer, algo más tranquila pidió disculpas por lo sucedido a Antonio, y para cambiar de ambiente le pidió ver la que iba a ser su habitación.
De la mano de su hija, quien la apretaba fuertemente, atravesó el pasillo hasta llegar al amplio recinto que sería su nuevo nido, si es que llegaban a un acuerdo prudencial, y si lo pensaba más despacio; la almohada sería elemento vital para decidir qué sería lo mejor para ellas. Renovar aires era una buena opción después de haber tenido que alejarse del que fuera su hogar, atormentada por los recuerdos de una relación pasada que dolía demasiado.
En pocos días hizo su maleta, llenándola de lo básico para sobrevivir con la cabeza alta y el corazón pausado, lo demás sobraba. Tener a su hija y unas cuantas ilusiones por cumplir, bastaban.
El tiempo de su vida sonreiría para hablar de esperanza frente a una situación futura que se pintaba en el lienzo de la prosperidad; había encontrado un buen trabajo que avalaría una vida digna para las dos: un buen inicio.
A los buenos augurios se sumaba la aparición de Antonio, un hombre encantador que abriría la puerta de su confianza a estas damas algo perdidas. Estaban juntos, bajo el techo de una casa que, aunque vieja, traía jóvenes ilusiones. Todo parecía indicar que comenzaría a entender la felicidad como algo puntual, como una situación grata y no esperaría más para no sentirse solo infeliz. Disfrutaría de ese nuevo estado con su esfuerzo por salir adelante y aprovecharía las oportunidades que se presentaban frente a ella>>
Aunque el marco de madera, que delimitaba el cristal, se presentaba deslucido por el natural paso del tiempo, la habitación daba impresión de amplitud, anulando cualquier sensación de ahogo porque ya bastante “ahogo” tenía en su interior con todos los cambios que se estaban produciendo, como para no buscar alternativas que proporcionaran aire a sus pulmones.
Antonio dudó preguntar de nuevo el nombre de la mujer; su memoria pasajera lo apeó en el olvido. No tenía justificación alguna pero tenía que intentarlo.
Sin titubeos le respondió: <<Me llamo Ana, pero si lo prefieres me puedes llamar como lo hacen los amigos, Raquel, porque ese es mi verdadero nombre>>
Al oír esas dos sílabas, “Ra-quel”, pareció como si su sangre se congelase, como si el pensamiento anulase sus funciones.
No daba crédito, parecía una tontería pero la casualidad le jugó la mala pasada de llevarse el tanto ganador.
<<Es curioso, te llamas como mi abuela>>
<<Eso es señal de que nos vamos a llevar bien>> respondió.
<<Sin duda. Aquí, el nombre de Raquel permanece vivo en cada rincón>>
“La abuela decía que observara bien cada segundo de la vida porque ellos marcarían mi tiempo, y efectivamente mis horas parecen movidas por las manillas de las casualidades”, pensó.
La sombra de Raquel una vez más silueteaba burlona cada instante. Habían sido demasiados años juntos como para perderse en la parada del tren de la muerte.
Antes de enfermar, y con un sorprendente caparazón resistente a cualquier contratiempo, la abuela controlaba las entradas y salidas que hacía su nieto cuando salía a disfrutar de una noche que escondía su estrés.
Ahora, ya fallecida, seguía controlando “su vida” a través de su pensamiento y de las manifestaciones que aparentemente dejaban claro que algo estaba ocurriendo en su casa.
Pero ¿por qué sentía su presencia con tanta intensidad? Solo faltaba que su voz, al entrar en casa, dijera en alto <<¡abuela, ya he llegado!>>
La soledad hacía estragos en Antonio, dejándole asomar cierta locura que cancelaba sus sentidos cuando el miedo le hacía su presa.
En alguna ocasión pensó en solicitar ayuda por teléfono a brujas que “todo lo remedian”, o al menos eso hacen creer, notando que sus miedos le descontrolaban. Sería absurdo hablar con algún amigo del tema, no le creerían, ni con tres copas de más, por lo que sería mejor que alguien contactara con su abuela, o con lo que quedaba de ella, para saber de sus intenciones. Pero su sensatez le dirigía a quedarse quieto sin llegar a hacer algún movimiento que le propiciara un buen susto.
Con sus nuevos huéspedes, las semanas pasaron rápidamente y los días se acortaron para él, olvidándose de caminar, solo, por una casa vacía de vida.
Encontró una ilusión para abandonar la oficina cada tarde sin demorarse en su trabajo porque su situación había cambiado poderosamente; al llegar a casa, desde la entrada en el ascensor, podía oler a guiso, oler a hogar, “tocar el cielo con el olfato”, como él decía…
Dejó de sentir la frialdad de los muebles desocupados para percibir la visión de una casa ordenada, con un pasillo repleto de velas de colores, una condición que puso Ana Raquel para quedarse. Amaba los efectos terapéuticos que le producían las velas: la relajaban, lo mismo que a su hija, y a Antonio no era algo que le molestase demasiado, más bien lo contrario, el olor que desprendían era sedativo. <<Efectos de la aromaterapia>>, según argumentaba Ana.
El pasillo había abandonado ese aspecto lúgubre que le caracterizaba, para encontrar cierto encanto gracias a las velas que lo iluminaban.
Le resultaba extraño, y bonito a la vez, sentir cómo esas dos nuevas vidas comenzaban a llenar la suya, y lo más curioso de todo es que parecía que el destino les tenía predestinados para estar juntos, como si la convivencia no fuera un estado nuevo para ellos.
Se respiraba armonía, tranquilidad, con una música de fondo relajante, propiciando un buen ambiente. Para qué pedir más si ya había de sobra.
A Antonio le gustaba entrar en la cocina cuando Ana guisaba; simplemente, sentado en un taburete blanco, se deleitaba mirándola, sin más. A ella no le incomodaba que sus ojos se fijaran en su persona, más bien le adulaba y le hacía sentirse importante, como si alguien viera en ella lo que los demás dejaron de ver.
Los trabajos de ambos les permitían coincidir en la mayoría de los desayunos y en alguna que otra cena, pero sus momentos de relax llegaban cuando Lia dormía; en ese momento las risas, los chistes y las confidencias, bajo un discreto toque de alcohol, adornaban la velada de placentera quietud.
Ella, enfermera jefe en una clínica geriátrica, con turnos alternos de mañana y noche, y él arquitecto con magníficos proyectos a sus espaldas, sabían cómo confluir sus responsabilidades con instantes de ocio y tiempo libre, la mejor manera de disfrutar de la vida en todas sus posibilidades.
A Antonio le apasionaban las construcciones de casas rurales en miniatura, en donde miles de ladrillos eran utilizados para cimentarlas debidamente. Tenía docenas de ellas distribuidas por las estanterías de su habitación, unas con mayor dificultad que otras, pero, desde la primera hasta la última, rematadas con una minuciosa perfección.
<<Algún día construiré la mía propia -mi sueño-, y sabrás cual es, porque estará perdida en una montaña alejada del ruido de las palabras, y próxima al sonido de la naturaleza, y te llevaré allí, para que la disfrutes conmigo>>, le decía a la niña, mientras con las pinzas colocaba uno por uno cada ladrillo.
La pasión de Ana, sin embargo, era la cocina, trasladándose, mediante sus guisos, a un estado de relajación; activando sus manos anulaba el sonido de sus problemas. Cada tarde deleitaba el paladar de Antonio y Amalia, con dulces y bizcochos que engordaban el alma de auténtico placer.
En cuestión de meses la armonía se había adueñado de la casa y, Antonio, convencido de que, en el caso de que existiera el Paraíso, ya estaba en él, activando su corazón con un bombeo de ilusionados sueños siempre que estuviera cerca de Ana y Lia.
La pequeña se movía, como una sombra errante, por el pasillo; no podía permanecer por mucho tiempo jugando sola, y necesitaba recorrer la casa a su antojo para terminar siempre en la cocina, ayudando y aprendiendo de aquello que su madre hacía, o colaborando con Antonio en “construir” la casa de sus sueños. <<Prometo, algún día, hacerte una casa de muñecas, y tú me ayudarás>>.
Antonio había decidido que la niña jugase en el dormitorio de la ya desaparecida Raquel para que lo ocupara como el lugar donde enredar a su antojo, ya que días después de que sus nuevas inquilinas compartieran su casa, optó por retirar la cama en la que la abuela descansó sus años de vida, apartando así reminiscencias del pasado que hacían demasiado daño al presente; el amor por la abuela vivía en su corazón y en los recuerdos que almacenaba, pero no necesariamente en objetos que solo le transportaban a situaciones vividas, y por mucho que se deshiciera de ellos jamás olvidaría a Raquel. La luz del cariño siempre se mantendría encendida en su memoria, y tal vez las risas de Lía sabrían llenar de alegría el triste vacío que dejó en el que fue “el refugio de sus pensamientos” –su dormitorio-, una estancia repleta de cajitas de porcelana en donde guardar, quizás, los secretos que se llevó con ella.
Era extraña la asombrosa quietud que reinaba en la casa desde que amanecía hasta el anochecer. Ya los muebles parecían haber cesado en el intento de hacerse notar con crujidos continuos; las luces del pasillo permanecían “en reposo”, esfumándose sus miedos sin que se hubiese percatado. Notó que los días se habían llevado sus temores, o quizá la convivencia con esas dos personas se encargó de alejarlos de él.
Eso era lo extraño, creía poder entender que su soledad era cómplice de lo que hasta hace unos meses capitaneaba en su vida, quizá sus silencios le recordaron lo solitaria que resultaba su sola compañía, porque ni el trabajo ni sus aficiones al aire libre con sus amigos –acampadas, bicicleta, etc- suplían esta falta.
Por fin, “las llamadas de atención de la abuela” intentaban transmitir ese sentir, algo que conforme pasaban los días cobraba sentido: ahuyentarle de una vida aislada centrada en sí mismo.
Él solo, sin la necesidad de una pitonisa que se apropiara de sus ahorros, llenando las arcas con una supuesta clarividencia, había sido capaz de vislumbrar el objetivo de la buena de Raquel, quien se hizo notar durante años con la sombra del misterio, encendiendo las luces, pisando por donde no debiera de estar; es decir, aportando señales para que Antonio sintiera, aunque fuese, su fantasmal compañía, la de su espíritu, que pendiente por cumplir su meta, pululaba como alma en espera en la antesala de lo que sería su viaje final. Por fin, la abuela Raquel se hizo entender, comprendiendo él su misiva.
Antonio borró decidió convivir con la vida, y no con la muerte. Supo que en su camino la soledad no era una buena aliada, y que el amor, y la entrega, eran la única sombra que debía acompañar sus pasos.
—-
En el recuerdo permanecían aquellas noches en las que la abuela esperaba despierta, mientras Antonio sacaba a pasear su juventud, manteniéndose así, en alerta, para huir del silencio de la casa, porque sin su nieto los minutos pasaban perezosamente, y su sueño, despejado, mantenía sus ojos abiertos hasta que llegaba a casa, cerrando con él la puerta a sus desvelos.
Sus días estaban unidos a los de su nieto, y sus noches, encadenadas a sus tardanzas, sin que Antonio fuera consciente de que sus salidas acortaban las horas de descanso de Raquel.
Meses antes de morir, cuando se delataba su estado agónico, Antonio comenzó a encender el pasillo –evitando una oscuridad que le asustaba-para que la abuela no se percatase de que su vida se apagaba, y esa luz seguro que encendería su tranquilidad.
——
Desde que Antonio convivía bajo el mismo techo con Ana, no necesitaba encender ninguna lámpara o bombilla que iluminase la zona lúgubre de la casa, el pasillo. Comenzó a entender el sentir de la persona que más le quiso. Ella -quien se le hacía difícil estar sola en casa, con la única compañía de la televisión, el imán que atraía su adormecer- no iba a permitir que, “sin estar”, dejara de “estar”, y menos para su nieto, aunque solo fuera con la presencia de su alma.
——
La abuela ya podía descansar en el más tranquilo de los sueños, y Antonio podía iluminar su vida con la luz que irradiaban Ana y Lia, quienes no le dejarían apagar sus ilusiones.
…Y la soledad se quedó sola.