Y LLEGÓ LA NAVIDAD…
(Dedicado a mi sobrina Miriam)
Había llegado la Navidad a mediados de noviembre gracias a la llamada del señor consumo a la puerta del gasto. Tiendas colmadas de adornos avisaban al impaciente dinero de que era el momento en el que mostrar su poder por los bolsillos de quienes fueran sus dueños. Muñecos bailando al ritmo de una música que acompasaba villancicos, turrones, mazapanes y niños emocionados frente un Papa Noel que saludaba con gracejos movimientos. La Navidad se asomaba por cada uno de los rincones de los grandes almacenes, y yo, como año tras año inauguraba mi visita al centro con mi madre y mi hermano para disfrutarlo al detalle. Pero lo cierto es que esa percepción emocional fue diferente a cómo la viví en años anteriores, y es que la magia navideña que había adornado mi infancia se alejaba de la ilusión que permaneció encendida durante mi niñez, una ilusión generada en exclusividad por la inocencia de quien no ha de crecer. Ahora eran mis 10 años quienes mandaban y a los que debía escuchar para no perderme por un mundo irreal alejado del de mis amigas.
Todo comenzó una noche al caérseme un diente. Sabía que en cualquier momento, el Ratoncito Pérez, ese animalito al que los niños arropamos entre sueños y almohadas, iba a hacer su aparición; no obstante, desconocía por qué esa noche me encontraba especialmente nerviosa, quizá el miedo a verle fuera quien asustara mi calma.
Al entrar mamá en la habitación, justo en uno de mis múltiples intentos por dormir, me asusté.
-¡Mamá, la próxima vez avísame que vas a entrar porque casi me muero!
– Duerme, tesoro -me respondió- Solo vengo a traerte un vaso de agua.
– No quiero agua, quiero dormir.
– El agua es por si te duele la boca y quieres enjuagarte…
– No tengo sed, solo miedo.
Mamá se sentó en el borde de mi cama y me acarició la cara.
– Descansa que sino no vendrá el Ratoncito Pérez…Cierra los ojos y a soñar.
A partir de entonces mis párpados no permitieron descanso alguno a mis somnolientos ojos, y entre sueños y pesadillas imaginé que el Ratoncito se asomaba por la puerta de la habitación para comprobar si me había dormido. Y fue entonces cuando le vi, y escuché, tras comprobar cómo tropezaba con la alfombra…Tal fue mi sobresalto que pensé que lo mejor sería saludarle para que no se percatara de mi temor.
-Hola –dije atemorizada.
– Hola -me respondió pausado…
– Casi te caes…-afirmé tímidamente.
– Sí, soy un patoso…
Pero qué estaba haciendo yo, ¿hablando con el Ratoncito Pérez? Algo en mi percepción visual estaba fallando pues no podía ser que estuviera hablando con él; que yo supiera ninguna persona de este mundo le había podido ver ¡Era invisible!
-Duerme – dijo la “sombra” mientras se dirigía a mi cama y levantaba con cuidado la almohada.
– No puedo dormir porque te tengo miedo – dije en voz baja para que mi hermano no se despertara.
– No me tengas miedo…
En el tono de voz de esa fantasmal figura hubo algo que me resultó familiar.
– ¿Papá?
– Si, soy yo. Vengo a taparte, hace demasiado frío.
– ¿A taparme?
No podía abrigarme más porque estaba sudando, y si algo me sobraba era el calor las sábanas. Noté que hurgaba debajo de mi almohada, como intentándola colocar bien.
-¿Qué haces? Tengo miedo, me asustan los ratones y no quiero ver cómo se lleva mi diente…
Comencé a llorar como una tonta sin que ninguna explicación, por lógica que fuera, justificara mi susto.
– Tranquila, princesa, no vas a ver ningún ratón -me respondió con una seguridad serena.
– ¿Y si viene a dejarme un regalo?
– Pues será estupendo.
-¡No lo quiero! –le respondí llorando.
Mamá, al oír que lloraba, hizo su entrada en la habitación para averiguar qué me pasaba. En ese momento, con mis padres sentados a ambos lados de la cama, dejé de ser princesa para convertirme en una reina.
-¿Qué ocurre Miriam? –me preguntó mamá.
– Tengo miedo.
– ¿Miedo de qué?
– A los ratones. Se me ha caído un diente y “él” va a venir…
– ¿Quién has dicho que va a venir? -preguntó mamá mirando a papá.
Siempre me ha llamado la atención en nuestros padres que dialogan con una complicidad inaccesible para los hijos, algo que precisamente comprobé en los míos esa noche, en donde una escueta mirada dijo lo que unas palabras silenciaron, como si sus miradas escondidizas no precisaran diálogo alguno. No entendía qué estaba pasando. Por fin unas palabras generosas de mi padre me hablaron.
– Mira qué hay debajo de la almohada.
Y sin hacer la menor intentona de comprobarlo respondí.
– Pues estará el diente envuelto en papel de plata que el Ratoncito se tiene que llevar.
– Mira bien…-afirmó mamá.
Palpé con la mano y saqué una moneda de dos euros, igualita a las que papá guardaba en la hucha de los ahorros para cubrir pequeños gastos del verano, y una figurita pequeña, un hada. Del diente no había rastro alguno.
– ¿Y mi diente? -pregunté intrigada. Debajo de la almohada hay un hada y dos euros, pero mi diente no está.
Mi pena surgió de inmediato…
– Respóndeme, Miriam, ¿sabe el Ratoncito Pérez que siempre guardamos monedas de dos euros en la hucha, justo como la que tienes en la almohada? –me preguntó papá mientras derramaba lágrimas en el almohadón testigo del “hurto”.
– No. Eso solo lo sabes tú.
– ¿Sabe el Ratoncito que te gustan las hadas? –preguntó mamá mientras sus ojos se enrojecían como los míos.
– No – respondí dudando-. Eso solo lo sabes tú.
Les miré fijamente esperando alguna explicación sencilla acorde a mi intranquilidad; papá me confesó lo que intuía y que no hubiera querido escuchar como cierto.
.- Creo que es el momento de hablar, dejando a un lado al Ratoncito Pérez, a ese ratón que no vendrá más a llevarse tus dientes a cambio de un regalo. Ahora seremos mamá y yo quienes recompensemos esos dientes caídos con una moneda de dos euros o un hada que te recuerden que la magia existe para quienes quieran creer en ella.
– No te entiendo, papá.
Mamá me lo intentó explicar con otras palabras…
– No has de tener miedo, Miriam, porque el Ratoncito Pérez no puede venir andando hasta tu habitación con un regalo pesado para llevarse un diente. Piénsalo.
Es verdad, un animalito tan chiquito transportando mi regalo era ridículo.
– ¿Y dónde está ese Ratoncito?
– El Ratoncito somos nosotros, Miriam, es el deseo de verte feliz.
– Tenía razón Almudena –comenté…
.- ¿Almudena? –respondieron al unísono.
– Ella me lo dijo un día, pero yo no quise hacerla caso, pensaba que me lo decía para hacerme rabiar por no dejarle saltar a la comba.
Papá me descubrió la realidad sin engaños, con una frase que al escucharla me estremeció.
– El Ratoncito Pérez no es real, es un sueño creado por las ilusiones de los niños.
Comencé a pensar en todo lo que había rodeado a ese gentil animalito que acompañó noches de emociones, entendiendo, aún sin querer, que se trataba de la envoltura de un sueño con el que alcanzar soñar. La no existencia del Ratoncito era una noticia esperada, lo mismo que lo era mi evidente decepción.
Bajo la íntima luz de mi mesilla de noche, papá, mamá y yo nos mirábamos. No había preguntas, ni tampoco respuestas. Estar con ellos era lo único que me importaba, dormir, lo siguiente. Eran “mis ratoncitos”, los que noche tras noche escondían mis dientes en una cajita de recuerdos imborrables…El Ratoncito no vendría más porque les tenía a ellos.
Cuando me venció el sueño me tumbé en la cama y escondí las manos bajo la almohada, encontrándome con los regalos que mis padres eligieron para mí. Instantáneamente la figura del Ratoncito pasó a un segundo plano al entender que ellos jamás serían un engaño, que siempre estarían a mi lado alejándome de quimeras que se escapaban a un mundo irreal. Una moneda de dos euros y un hadita durmieron conmigo esa noche acurrucados por el calor de mi mano. Me sentí tranquila sabiendo que aquél Ratoncito no aparecería, y que yo podría dormir a pierna suelta con los ojos cerrados esperando a que el sueño me encontrara para alejarme de la pena recién estrenada. Mañana sería otro día en donde mi pensamiento repasaría lo ocurrido entre las sombras de la pasada noche. Adiós Ratoncito, gracias por conocerte y hacerme tan feliz…No eras poseedor de un cuerpo real pero sí de un sitio privilegiado en mi corazón.
Al día siguiente, para aliviar la intermitente tristeza de mi desengaño, mamá organizó una comida con mis primos Sandra, Chus y Simón, con los que tenía especial complicidad. Después de comernos una tortilla de patata, de esas que solo sabe hacer mamá, y una tarta de galletas de mi tía Noa, nos fuimos con mi madre a ver la Navidad por las calles de Madrid. Mi hermano, Bruno, ajeno a la verdad del “secreto”, se divertía jugando con uno de sus dientes, mostrándoles a mis primos cómo en breve se le caerían para suerte del Ratoncito Pérez. Ellos se reían a carcajadas, pero mi sonrisa a mi no me lo permitía. Aún con ganas de gritarle preferí callar. Para qué decir nada…
En uno de los callejones una mujer vendía curiosas marionetas y muñecos de cartón. Simón, animándome tras saber mi desazón, comentó algo que yo apenas pude escuchar. Pedí que lo repitiera, pero sus esfuerzos fueron en vano ya que mis oídos estaban adormecidos por el ruido de fondo. Le rogué a mi madre que escuchara lo que decía Simón pues cuatro oídos escucharían mejor que dos; tras oírlo su gesto fue de sorpresa.
– ¿Qué ha dicho Simón, mamá? –pregunté.
Gestos, muecas y guiños de ojos entre ella y mi primo se mostraron ante mi desconocimiento. ¿Qué estaba pasando? Mi madre pidió a mi primo que no dijera más, pero éste, también perdido entre el ruido, no la escuchó. Simón me aclaró su propuesta.
– Miriam, podíamos comprar a tu hermano un muñeco de esos para dejarle en Reyes, seguro que le gustará. Pídele dinero a tu madre y se lo compramos, pero con cuidado para que Bruno no se dé cuenta de que los Reyes hemos sido nosotros…
Simón me guiñó un ojo en señal de complicidad.
– ¿Qué lo reyes “hemos sido nosotros”? –repetí sorprendida.
– Si, ¿qué pasa? –respondió Simón.
Mamá cogió de la mano a mi primo para decirle algo que yo no pudiera escuchar. Oí con claridad cómo mi primo exclamaba un “lo siento tía Ruth, creo que he metido la pata”, y de nuevo en la mirada de mi madre se escondía algo. La cara de Simón se enrojeció como si un fuego interno le quemara la sangre. Pobre Simón…
– Mamá, explícame bien lo de los Reyes…
Intentando coger a mi hermano de la mano para sacarle de entre la multitud, mama solo acertó a mirarme a los ojos, y con una simple mirada me confesó la “verdad”.
– ¿Es que tampoco existen los Reyes Magos? –pregunté.
Los lánguidos ojos de Simón me lo confirmaron. Los de mamá también. Acercándose a mí, y acariciando mi cabeza, me susurró unas palabras al oído.
– Sí, tesoro, es verdad, no te puedo engañar. Cuando lleguemos a casa, papá y yo hablaremos contigo con tranquilidad; solo te diré una cosa, que estés contenta porque la magia de la Navidad existe.
…¿Y porqué esa magia no hacía que el Ratoncito y los Reyes siguieran existiendo en mi pensamiento como lo hicieron todos estos años? No podía ser, ¡los Reyes no eran reales!. Y entonces quiénes eran los que yo veía en la cabalgata…
Mejor sería dejar de inquietarme y continuar comiendo castañas asadas junto al suertudo de mi hermano, el único que vivía en el país de la auténtica magia, en donde sus creencias eran su mejor verdad.
– Tengo frío, me quiero ir a casa –fue lo único que acerté a decir.
Yo creo que mi alma se había quedado gélida y mi inocencia olvidado de mis ilusiones.
Ya en casa, bajo el calor de la chimenea, un chocolate bien caliente y un trozo de roscón fueron bálsamo para mis penas. El pobre Simón, abatido, tomaba rápidamente sorbos de chocolate sin importarle lo más mínimo quemarse la lengua. Un beso mío le tranquilizó. Una sonrisa suya me animó.
– Contadme -preguntó papa- ¿qué habéis visto por las calles?
– ¡A los Reyes Magos! –exclamó mi hermano-, y les he dicho que me traigan muchos juguetes, también muñecas para Miriam y un sofá grande para vosotros.
– Los Reyes no pueden comprar tanto –respondí enfadada. ¡No son ricos!
– Pero es que a los Reyes no les hace falta dinero porque ellos hacen todo los juguetes -respondió.
– ¿Y el sofá también?
– Son mágicos, Miriam…-aseguró.
Mi padre hubo de poner paz en un frente azuzado por mi rabia.
– Hablaremos más tarde de eso, ahora pondremos una película y la veremos todos.
– ¡Una peli de Papá Noel! –exclamó mi hermano.
Miré a mi madre, tras la petición de Bruno, con aires más calmados, y le dije al oído…
– Menos mal que Papá Noel sí que existe…
Ella abrió los ojos de tal manera que me confirmó lo que mi interior rogaba no querer descubrir.
– Papá, ¿es que tampoco Papá Noel existe? –le pregunté pensando que mi madre pudiera estar ofuscada por tanto ajetreo.
Mirando hacia ambos lados del salón, comprobando que mi hermano no estuviera merodeando por ahí, mi padre me tomó en sus brazos y dándome un beso confirmó lo que las palabras no se atrevieron a decir. Papá Noel era otro engaño más…¡Horror!
– ¿Por qué, papá? ¿Por qué ellos no pueden existir? –le pregunté llorando.
Mamá, tomando el relevo de la supervivencia familiar, respondió con ternura.
– Hija, los Reyes existieron, pero hace miles de años, y por eso, somos los padres quienes seguimos manteniendo ese espíritu de generosidad que ellos iniciaron cuando le dieron al niño Jesús sus regalos: oro, incienso y mirra. Ellos existieron, Miriam, no fueron creados por nadie…
Yo lloraba sin dejar de abrazar a mi padre. Necesitaba sentirme protegida por los brazos de ¿un Rey Mago? En ese instante mi hermano entró en el salón, y al verme llorar quiso consolarme.
– Miriam, no llores que como te vean los Reyes se van a poner tristes y en vez de juguetes te traerán muchos pañuelos.
– Los Reyes ya están tristes porque yo lo estoy –respondí a modo de susurro.
– ¿Qué has dicho, Miriam? –preguntó mi hermano.
– Nada, Bruno, nada. Vete a jugar…
– Mamá, ¿qué le pasa a Miriam?
– Miriam se ha hecho mayor…-respondió mirándome sin que mi hermano la escuchara.
En esas Navidades todos los caminos de mi mente se cruzaron entre verdades y mentiras que no sabían bien por dónde avanzar, pero era irremediable que pasara porque tarde o temprano ésta revelación tenía que llegar.
Si una cosa me llenó de alegría fue saber que mis padres habían dejado claro que me querían, demostrándomelo en cada Navidad, haciendo que sus ahorros se prolongaran para darme a mí, y a mi hermano, todo aquello que nos colmaba de una felicidad imborrable.
Todo punto negativo se acompaña de un lado grato, y en mi caso fue que en esos días mamá y yo ejercimos de Reyes para toda la familia, con una renovada ilusión de ver la Navidad con los ojos de quien sigue creyendo en la magia. Envolver regalos a hurtadillas de mi hermano fue una aventura emocionante que me llenó de diversión. Allí, en el salón, los tres, mis padres y yo, envolviendo de ilusión los juguetes enviados por “los Reyes”, tras la consabida Carta de mi hermano, y mía propia. A día de hoy me pregunto que para qué renunciar a los sueños si podemos continuar soñando. Yo, en esos momentos, decidí soñar sin pesadillas.
Una vez finalizados los paquetes, presa del sueño, me tomé un par de polvorones, ¡me los había ganado! Mis padres, cómplices de esa noche, me dejaron catar el vino dulce que dejábamos siempre a los Reyes y a los camellos, y para aliviar el cansancio probé dos bombones que me supieron a gloria bendita; “endulzarnos” después de tanto trabajo, era necesario. La felicidad asomaba por la puerta de la Navidad y yo la atrapaba sin dejarla escapar.
Percibiendo cansancio en mis padres, pensé en la generosidad con la que nos habían envuelto las quimeras arropadas en las noches navideñas. Ellos no tendrían el poder de ser mágicos, pero como Reyes Magos que tuvieron que ser supieron trasladarnos una magia especial colmada de ilusiones. Ellos eran mis padres y no el Ratoncito Perez, gracias a Dios. Ellos transformaban de luz la noche del 5 de enero cuando cantaban con nosotros “Melchor, Gaspar y Baltasar”… Mi padre, aún colocándose la barba blanca y la corona de rey, sabiendo no ser poseedor de semejante “rango”, no podía negar ser mi padre. ¡Lo mejor!
Recostada sobre el hombro de papá, mamá me miraba con la serenidad de los “deberes” cumplidos. Ya estaba todo preparado para que amaneciera el día en condiciones. Papá, dándome una servilleta para que no manchara de chocolate mi recién estrenado camisón, me sonreía con satisfacción. Estaba claro que con ellos la Navidad era eso, NAVIDAD, y yo un Rey Mago más. ¡Qué más podía pedir!
A pesar del cansancio y de los nervios acumulados todos estos días, una pregunta zascandileaba por mi mente sin dejarla descansar.
Mamá veía en mi cara que algo me pasaba.
– ¿Qué ocurre, Miriam?
– Nada. Bueno sí –respondí a mamá.
– Cuéntanos, aquí nos tienes. Aprovecha –dijo papá sonriéndome.
– Me da vergüenza preguntároslo. Ya no sé lo qué pensar…
Pero mi cabeza no cesaba… Si o no, ahora o nunca, hoy o mejor mañana ¡Qué hago!
– Vamos, Miriam, dinos qué te ocurre…
Un silencio me cobijó hasta que mi duda se evidenció…Era vital saberlo.
– Quiero que me digáis la verdad…
– Ya has visto que te hemos dicho la verdad aunque nos haya dado mucha pena.
– Papá, mamá. ¿Sois también vosotros Dios?…