Cuando la vida sacude con vileza nuestra fortaleza, velando los valores básicos de la persona bajo la sutil trampa de la confusión y el engaño, un hijo se convierte en el salvavidas necesario para continuar avanzando por el mar de la rutina; lo sentimos como alguien que nos mantiene a flote salvándonos de ahogamientos innecesarios, como una balsa de cariño que protege y estabiliza cualquier alteración en nuestra capacidad emocional.
Los padres sentimos que un hijo lo es todo en la vida: ocupa el primer escalón en nuestras prioridades vitales, es el salvavidas de las penas, el consuelo de los problemas, la alegría de las horas, el alimento diario que el alma necesita para sobrevivir; un hijo es nuestra vida, porque parte de ella se la dimos en el momento en el que decidió nacer sobre la cuna de nuestro ser. Teniéndole a él sobra todo lo demás, o quizá, lo demás ya no es indispensable. Un hijo si lo es.
Existen mujeres a quienes la naturaleza les ha premiado con el don de la concepción, lo cual supondrá para quien lo vive una alegría sentida, si ese hijo es deseado; o, por su contra, un triste problema si el hijo que llega no es esperado, suponiendo una amarga arribada que oscurecerá la triste sombra de la dicha.
Somos testigos de casos en los que desgraciadamente la cuna materna no está preparada para mecer el fruto de la vida, y, a cambio, como acto generoso de la fuerza divina, a tan frustrada mujer se le concede la oportunidad de sentir esa anhelada maternidad con la vida de un ser que busca el abrigo de unos brazos en los que mecer sus sueños, un bebé que decidió nacer fuera del vientre de quien su destino adoptó como madre. La naturaleza no fue quien los eligió para acompañarse mutuamente durante los nueve hermosos meses del embarazo, sino que fue la necesidad de compartir el amor de unos “padres adoptivos” quien lo decidió así, para que pudieran vivir una felicidad colmada de cariño y besos, posados con el dulce amor que solo unos padres son capaces de sentir, no solo durante los meses equivalentes a una gestación, sino los años de toda una vida común.
Así, intuimos que los guiños de la Madre Naturaleza confluyen para “dar”, finalmente, aquello que fue anulado inicialmente: el don de la maternidad biológica.
Si la vida decide espinar un camino que pudiera ser meritorio de felicidad, frente al nacimiento de un pequeño al que le acompaña una discapacidad -motora o psíquica-, es precisamente ésta, la vida, quien hablará con un lenguaje teñido con tonos de pena, de miedos disfrazados de valentía y aparente fuerza, al no haber podido mecer a ese niño en una cuna de sana vitalidad. Naciendo con un problema que se escapa de nuestra voluntad, suplicamos a Dios que le permita vivir dentro de una “normalidad”, en donde la sombra de la felicidad pueda suplir inevitables carencias. “Mi niño no es normal, no es como los demás”, expresarán esos padres frente a la impotencia que aprisiona su angustia. Pero alguien, a quien posiblemente ni ellos mismos oigan, les susurrará al oído: “Puede que ahora no le veáis así, pero el tiempo hará que sea una “personita “normal” para vosotros, siendo los demás diferentes a él”.
La Madre Naturaleza desajusta las manecillas del reloj desafiándonos, sin permitirnos tiempo para valorar situaciones inesperadas, y generando un miedo que nos paraliza y limita. El juego de la vida parece querer ganar victoriosamente ya que pudiendo ser un nacimiento feliz, viene acompañado de desesperanza, y, presintiendo una completa desolación, culmina con el inmenso amor de unos padres que suplantarán la dificultad por una suave y esperanzadora dicha.
Es la Madre Naturaleza la que nos facilita ser “madres”, o quien por el contrario, nos lo censura, burlándose del amor para negar el nacimiento de un hijo, y retirándonos con vileza lo que pudiera resultar un completo gozo. Esa irónica maniobra pone de manifiesto la existencia de mujeres que siendo meritorias de engendrar fácilmente, no lo desean, y quienes siendo estériles anhelan una esperanzadora fertilidad. Son caminos cruzados que no se juntan en ningún punto, por lo que la Naturaleza, una vez más, tomará el timón para elegir la ruta que hemos de tomar, navegando por donde dirija el destino de su rumbo.
En un acto de reflexión, es obvio reconocer que no por el hecho de parir un hijo se es madre. Madre es quien concibe amor desde su corazón, no solo desde sus entrañas. La capacidad de amar de una persona es tan grande que no debe estar limitada por un cuerpo. Hay demasiadas vidas inocentes que esperan ser mecidas con un tierno cariño, no con el desamor de quien las trajo al mundo sin quererlas acunar.
Pero no podemos olvidar la valentía de la mujer que decide “salvar” la vida de su hijo, a pesar de no ser ella quien le proteja con sus brazos, sino los de una “madre adoptiva” que le pueda trasladar el calor que los suyos no saben, no quieren o no pueden, porque las burlas del destino no provocan risas, sino llanto en quienes se ven abocados a seguir las directrices de una cruel realidad.
Seamos realistas, una cosa es lo que el corazón y la voluntad desean, y otra, lo que el destino dispone para cada uno de nosotros.
Un hijo lo es todo para quienes tienen la dicha de ser padres, pero si ese hijo no llega en ningún momento, tendremos la opción de compartir el amor que alberga nuestro interior con aquellas personas que lo deseen, porque quien avanza solo puede llegar a perder; quien lo hace acompañado, siempre gana.
Pilar Cruz González
pilocruz@gmail.com
* Publicado en el Boletín Informativo de la Hermandad de Jubilados de los Ministerios de Comercio, Economía y Haciendo. Nº 195-Noviembre-Año-2006