EL CÁLIDO AMOR DE UN HIJO Y OTRAS CONSIDERACIONES…
Por Pilar Cruz González.
Terapeuta Ocupacional y Escritora
El amor de un hijo se convierte en salvavidas cuando navegamos por el mar de la rutina, mientras surcamos el océano de los problemas, cobrando mayor intensidad al azotar las dificultades nuestra fortaleza anímica, al sentirnos débiles frente a la rutina, la desilusión, y otros tantos elementos que desgastan sin remedio la energía vital.
Necesitamos del cálido amor de un hijo para sentir equilibrada calma, como barco que mantiene el ánimo a flote salvándonos de ahogamientos innecesarios, como balsa de cariño que protege y estabiliza cualquier alteración en nuestras frágiles emociones.
A un hijo le enseñamos a querer desde el espejo de nuestro patrón de amor, y al ser vida de nuestra vida, semilla que dio el fruto de una primera ilusión. Fundimos con ellos el cariño para que sea eterno y que no se enfríe en las gélidas manos del olvido. Somos conscientes que con ésa dádiva ellos guardarán en su corazón ése amor protector que acompañará sus pasos por el costoso sendero de la vida.
En el inicio de su vida, mientras mantienen salud, todo gira alrededor del amor. Nos colman de vida sus sonrisas, sus primeras palabras, sus logros de “independencia”, cuando comienzan a explorar lo que les rodea con sus propios ojos…
Y cuando comienzan a crecer, aproximándose al mundo de los “mayores” –creyéndose “casi adultos”-, eligen, sin considerada consciencia, más bien a su libre albedrío, un caminar repleto de atajos por los que creen avanzar más rápido que nadie. Es en este instante cuando los padres pareciéramos no tener un espacio asignado para convivir con ellos, siendo éste, en realidad, ocupado por “sus preocupaciones”, bien llamadas quebraderos de cabeza a los que tanto tiempo dedican y, que de forma natural van ligados a su parca madurez, a su crecimiento diario, al “ir y venir” de sus amistades, y a quien sin lugar a dudas ocupa la casi totalidad de su pensamiento: el amor.
Aunque creamos que se olvidan de la existencia de una “sombra” compañera, es decir, la silueta de los padres, son conscientes que tienen nuestro cariño a sus pies, aunque parecieran no percibir ésa sombra con los ojos de la necesidad, convirtiéndonos en seres invisibles que emergen “de la nada” cuando menos lo esperan, o para aliviar ciertas situaciones suyas en donde la sinrazón es su mayor enemigo…
Durante esta etapa nos transformamos en personas con las que se topan “de vez en cuando” (la mayoría de las veces, cuando su tiempo se lo permite, o su agenda se adapta a horarios comunes), quienes ofrecen posada y fonda sin esperar nada a cambio, solo con el deseo de saber que “están bien, que su vida no les complica su felicidad, que no acumulan demasiados problemas en su mochila vital y, en caso de tenerlos, que éstos sean todo lo benevolentes que puedan con ellos…
Hemos de asumir que su escaso tiempo está dedicado a otros “menesteres”, y no tanto a la familia.
Pareciéramos no aprender que el paso del tiempo es quien colocará la comunicación entre padres e hijos a buen recaudo, cuando hayan crecido lo suficiente como para darse cuenta de que esa sombra compañera “está”, y que dialoga con la vida, en cualquier manifestación que ésta le proponga. “Está” para calmar impulsos, para amansar inquietudes, para solventar problemas y considerarlos menos abruptos de lo que en realidad son (cierto es que una nimia dificultad, ellos la pueden considerar “vital”, de gran peso para sus maniobras de solución).
Nunca perdemos la esperanza de que surjan situaciones en las que fluidas “confidencias y diálogos” con los hijos permitan apaciguar sus preocupaciones, pero, también hemos de ser conscientes de que es precisamente en ese espacio donde los padres no tenemos “cabida”, por mucho que nos duela o nos moleste.
Una cosa es la realidad, y otra la quimera con la que sueñan nuestras esperanzas, aquellas que nos comunican que ha de pasar un tiempo en el que la comunicación paterno-filial se “estabilice” para saber qué pasos dan nuestros hijos en determinados momentos de su crecimiento natural…
Pero nos frustra la lejanía con las que su escondidiza ternura se tiñe de incómoda frialdad y solemne apatía frente a lo que se vive en el hogar.
Aunque ellos no se percaten de lo necesarios que son para nosotros, hemos de lograr ser confidentes sigilosos que orientan y aconsejan, que escuchan y guardan sus miedos. Padres que “están”, pero que no “molestan” demasiado, y es que ésa es su visión en la edad adolescente y en su incipiente juventud.
Sabemos, por experiencia propia (porque nosotros también pasamos por ésos “atajos” que nos acercaban a apasionantes aventuras), que es un proceso natural de “distanciamiento a corto-medio plazo”, que la “tontería” -como bien es llamada por algunos padres-, se evapora de la misma forma en la que llegó, y que vuelven a un adecuado comportamiento cuando van advirtiendo que ésos caminillos de la vida se han ido cerrando para ellos, y es que ya no les llevan a ninguna parte. Pero son ellos mismos quienes han de sentirlo en sus propias carnes, y no hacérselo ver bajo el prisma con el que lo percibimos los padres.
Los problemas de un hijo pueden herirnos la piel de la pena, creándonos una cicatriz que nos indicará siempre un determinado sufrimiento. A veces esa cicatriz se abre y sangra, con el consiguiente estado de abatimiento. En otras, cura pausadamente.
Un hijo lo es todo en la vida: ocupa el primer eslabón en nuestras prioridades vitales. Es el salvavidas de las penas, el consuelo de los problemas, la alegría de nuestras horas, el alimento diario que el alma necesita para sobrevivir. Si está bien, nosotros también lo estamos.
Un hijo es nuestra vida. Vivimos por, y para ellos.
Teniéndoles a ellos, sobra todo lo demás, o quizá, lo demás no es tan indispensable. Un hijo si que lo es para que el amor se siga alimentando.
Existen mujeres a quienes la naturaleza les ha premiado con el don de la concepción. Ello supondrá, para quien lo vive desde el lado de la maternidad, una alegría sentida, en el caso de que ese hijo que ha de nacer sea deseado. O, por su contra, pueda significar un triste problema si este hijo no es esperado, deseado, suponiendo una amarga arribada que oscurecerá la triste sombra de la dicha.
Somos testigos de casos en los que desgraciadamente la cuna materna no está preparada para mecer el fruto de la vida, y a cambio, como acto generoso de la fuerza divina, a tan frustrada mujer se le concede la oportunidad de sentir la anhelada maternidad con la vida de un ser que busca el abrigo de unos brazos en los que mecer sus sueños, un ser que decidió nacer fuera del vientre de quien su destino adoptó como madre. La naturaleza no fue quien los eligió para acompañarse mutuamente durante los nueve hermosos meses del embarazo, sino que fue la necesidad de compartir el amor de unos “padres adoptivos” quien lo decidió así, para que pudieran vivir una felicidad colmada de cariño y besos, posados con el dulce amor que solo unos padres son capaces de sentir, no solo durante los meses equivalentes a una gestación, sino los años de toda una vida común.
Así, intuimos que los guiños de la Madre Naturaleza confluyen para “dar”, finalmente, aquello que fue anulado inicialmente: el don de la maternidad biológica.
Si la vida decide dificultar un camino que pudiera ser meritorio de felicidad, frente al nacimiento de un pequeño al que le acompaña una discapacidad -motora o psíquica-, es precisamente ésta, la vida, quien hablará con un lenguaje teñido con tonos de pena, de miedos disfrazados de valentía y aparente fuerza, al no haber podido mecer a ese niño en una cuna de sana vitalidad. Naciendo con un problema que se escapa de nuestra voluntad, suplicamos a Dios que le permita vivir dentro de una “normalidad”, en donde la sombra de la felicidad pueda suplir inevitables carencias. “Mi niño no es normal, no es como los demás”, expresarán esos padres frente a la impotencia que aprisiona su angustia. Pero alguien, a quien posiblemente ni ellos mismos oigan, les susurrará al oído: “Puede que ahora no le veáis así, pero el tiempo hará que sea una “personita “normal” para vosotros, siendo los demás diferentes a él”.
La Madre Naturaleza desajusta las manecillas del reloj desafiándonos, sin permitirnos tiempo para valorar situaciones inesperadas, y generando un miedo que nos paraliza y limita. El juego de la vida parece querer ganar victoriosamente ya que pudiendo ser un nacimiento feliz, viene acompañado de desesperanza, y, presintiendo una completa desolación, culmina con el inmenso amor de unos padres que suplantarán la dificultad por una suave y esperanzadora dicha.
Es la Madre Naturaleza la que nos facilita ser “madres”, o quien por el contrario, nos lo censura, burlándose del amor para negar el nacimiento de un hijo, y retirándonos con vileza lo que pudiera resultar un completo gozo. Esa irónica maniobra pone de manifiesto la existencia de mujeres que siendo meritorias de engendrar fácilmente, no lo desean, y quienes siendo estériles anhelan una esperanzadora fertilidad. Son caminos cruzados que no se juntan en ningún punto, por lo que la Naturaleza, una vez más, tomará el timón para elegir la ruta que hemos de tomar, navegando por donde dirija el destino de su rumbo.
En un acto de reflexión, es obvio reconocer que no por el hecho de parir un hijo se es madre. Madre es quien concibe amor desde su corazón, no solo desde sus entrañas. La capacidad de amar de una persona es tan grande que no debe estar limitada por un cuerpo. Hay demasiadas vidas inocentes que esperan ser mecidas con un tierno cariño, no con el desamor de quien las trajo al mundo sin quererlas acunar.
Pero no podemos olvidar la valentía de la mujer que decide “salvar” la vida de su hijo, a pesar de no ser ella quien le proteja con sus brazos, sino los de una “madre adoptiva” que le pueda trasladar el calor que los suyos no saben, no quieren o no pueden, porque las burlas del destino no provocan risas, sino llanto en quienes se ven abocados a seguir las directrices de una cruel realidad.
Seamos realistas, una cosa es lo que el corazón y la voluntad desean, y otra, lo que el destino dispone para cada uno de nosotros.
Un hijo lo es todo para quienes tienen la dicha de ser padres, pero si ese hijo no llega en ningún momento, tendremos la opción de compartir el amor que alberga nuestro interior con aquellas personas que lo deseen, porque quien avanza solo puede llegar a perder. Quien lo hace acompañado, siempre gana.
(Publicado en Revista Tokoginecología Práctica. Sep.2010)